El oído y el son
por Jorge Ortega
Traducir el silencio se denomina una
antología de su quehacer poético que Manuel Iris (Campeche, 1983) publicó en
2018. Tanto el verbo como el sustantivo simbolizan literalmente un antes y un
después, o sea, las preocupaciones que el autor ha tenido como tal desde sus comienzos
y que se conservan hasta ahora vigentes, orbitando en torno a un eje: la
escucha. A caballo entre la paciente acechanza del advenimiento de la palabra y
la disposición de deletrear lo que transmite, la poesía de Manuel Iris ha permanecido
fiel a sus inclinaciones originales desde una actitud en la que lo fundante se
encuentra con lo esencial. Por una parte, el silencio es el claustro materno de
la palabra, y, por la otra, la palabra misma es acontecimiento, sonido cargado de
sentido, sentido provisto de energía. A propósito de la metáfora procreativa, y
extremando un poco la equiparación, podría aseverarse que la poesía constituye el
Ángel de la Anunciación del lenguaje verbal. Manuel Iris no busca: espera. Y su
espera entraña, como lo insinúa la etimología, un estado de expectación que
acoge la coexistencia ritual del silencio, el tañido, el eco; la escucha, la
palabra, la resonancia del oráculo en el interior de uno mismo y de la propia voz
en el papel o la pantalla.
Traducere, primera sección, reivindica
entonces, con Rilke, la convicción de que, sujetos a una gramática, nos movemos
siempre en el “mundo interpretado”. Observar, deducir, entender. Estremecerse
es traducir, descodificar las radiaciones, los estímulos, las incitaciones del
exterior sobre la membrana de la conciencia. El cuerpo lee, el pensamiento resiente;
el pensamiento tantea, el cuerpo glosa. Entre uno y otro, el salto mortal de
las percepciones, las nociones y las sensaciones transformadas en sentimientos,
ideas, emociones: corriente trifásica del ser. La palabra conforma, por ende, la
divisa de interacción con el orbe, aquello que permite brindar acuse de él,
mentalizarlo y restituirle una nueva lectura de nuestra inmersión en la
historia. Así, hay ojos que hablan y ojos que saben recibir y arropar la candidez
que los ojos emiten; contraseñas no alfabéticas de una hija pequeña con su
padre y de éste con su mujer: gestos, guiños que el afecto y la pasión
desmedidos trasladan al corazón sin necesidad de mover los labios u ofrecer
explicaciones, mientras la quietud restaura la palabra, devolviéndole su
legitimidad, su nobleza primigenia. La imagen adquiere en consecuencia un peso
emblemático y sugestivo para expresar un más allá del logos que añeja su raíz
en las profundidades de la memoria, como reza por duplicado, con leves
variantes, uno de los pasajes: “hay un niño señalando un puente, / una canción
descalza”.
Silentium, segundo tramo de este Devocionario, afianza el carácter
hierático del conjunto esbozado nominalmente por el rótulo de cada segmento. Lo
apuntala el atisbo de un orden supremo en el acápite de Thomas Merton: “¿Quién
/ eres tú? ¿El silencio / de quién eres tú?”. Si Traducere representa un llamamiento de la palabra indispensable
para albergar las cosas terrenas e intentar designarlas, Silentium la ausencia de fonación en virtud de la cual se cumple la
audición de la palabra elemental y fecundadora. La dualidad “Noche-vientre”,
reiterada a lo largo de la sección, traspone la semántica, aglutinando la
transición de la oscuridad sibilina de Novalis a la oscuridad ontológica de
Juan de Yepes, sucedánea de la docta
ignorantia de Nicolás de Cusa preconizada con anterioridad por Agustín de
Hipona y san Buenvaventura. El “no saber sabiendo” de Juan de la Cruz hace
tabla rasa y restablece el imán de la receptividad. Hay pues un sentir que es
un razonar a través de una poesía que, amenazada por los conceptos estancos del
género, sale en pos de la maltrecha unidad del ser. Devocionario resarce la configuración integral de la poesía, recuperando
una visión panóptica mermada por su hipotética rivalidad con la filosofía. En
Manuel Iris la poesía recobra la tácita vocación de concertar una vía de
conocimiento: “Sólo la muerte y el amor / son descubrirse. // Vivir es
descifrar”, anota con sentenciosa contundencia. Asumido como una suerte de
contemplación, el mutismo es la antesala de la escucha y, a la postre, de la
enunciación.
Para
Manuel Iris pronunciarse es inherente a callar, por lo que no se trata de
categorías antagónicas enfrentadas bajo una óptica maniquea. Lo matiza uno de
los poemas: “No en lo blanco de la hoja, sino detrás de la tinta / está el
silencio”. El mutismo metafísico de este Devocionario
se ubica más allá de la palabra y, a la vez, resulta consanguíneo a su
materialidad, la letra autógrafa o impresa. Este sigilo se manifiesta no como
una imposibilidad sino una elección, un ejercicio voluntario de enmudecimiento para
extremar la atención, ponerse alerta, a semejanza del taoísmo, a la deriva de los
rastros del universo que conviden de vuelta a balbucir. Detrás de una
disquisición en apariencia abstracta, late un planteamiento de contenida
sensorialidad basado en los poderes del tímpano y de la lengua. La oreja y la
boca encarnan de esta guisa los órganos que habilitan mediante la asimilación
auricular y la oralidad el incesante ciclo de la más efectiva y sutil forma comunicación
humana: la dicción. Por lo demás, no es casual la recomendación que Manuel Iris
concede en el pórtico del volumen: atender el Stabat Mater de Arvo Pärt en lo que nos adentramos en sus páginas.
Entre las afecciones físicas y la música, el cuerpo se presenta a un tiempo
como una condena y una bendición.
Devocionario, el tercer
panel, cosecha lo sembrado en Traducire
y Silentium y denota con mayor deliberación
y explicitez la filiación piadosa, el repliegue reflexivo. Lo prueba el título
de algunos poemas: “Letanía”, “Salmo 25”, “Salve Regina”, “Acción de gracias”,
“Credo”. Apelando a la estructura triádica del entramado y la atmósfera que la
recorre, me vienen a la mente las Tres
lecciones de tinieblas de José Ángel Valente, obra de 1980 que desde una
espiritualidad sin iglesia emula veladamente el oficio de tinieblas de Semana
Santa alrededor del tenebrario. Manuel Iris tampoco ensaya su fe religiosa en
las piezas que nos comparte; su religare
más humano, el de la poesía, invoca las variables de la palabra poética a fin
de que le sea propicia la sindéresis. No obstante, conforme la poesía se anida en
la cosmovisión del autor como la medida de las cosas, la vida queda
automáticamente ceñida a la potestad de los versos. Un par de ejemplos:
“Revélame el amor no articulado: su ágrafa ternura”, o bien, “Deja que salgamos
/ por tu boca: háblanos / para que
seamos en ti”. Esta última cita invita a entrever la complicidad de una fuerza,
una presencia envolvente ⸺Dios, poesía, la nada⸺ que contiene y colma al
individuo, reafirmándolo en su particularidad. En paralelo, la formulación sirve
incluso al poeta para asentir las mínimas certezas del planeta que habita:
“Florece la belleza en nuestras manos / y todo es tan verdad como la piel / y
su avidez curiosa”, se lee en otra coordenada de este hondo y clarificador itinerario.
Chantal
Maillard ha advertido en la poesía moderna dos tipos de poeta: los que tienden
a construir y los propensos a revelar. El Manuel Iris de este Devocionario, y el de Los disfraces del fuego, pertenece a la segunda
familia. Más que colocar ladrillo sobre ladrillo, procurando una sonorosa babel
de tráfico de registros, su poesía surge trasminada por el silencio y refrenada
por la expectación, no acaudalada por el desahogo o los aspavientos de la
catarsis. Este poeta no se adelanta: aguarda; y menos aún se desvive en
locuciones no pedidas: comparte lo justo en sintonía con una poética que
propone más al ocultar que al evidenciar, que expone al retener consigo la
palabra. En síntesis, una reserva que supone un vacío parlante, un hueco
significativo y significante que infunde a los poemas el cariz ilusorio de entes
porosos. Poemas-esponja cuyas horadaciones definen su proclividad, absorbiendo
los inaudibles clamores del agua y las sordas filtraciones de la humedad, para
después devolver a la intemperie en la que anida el lector el flujo de indicios
y noticias sobre el lado brumoso de una impalpable realidad. “Perdona los
poemas / que pretendan revelarte”, apunta Manuel Iris, que con la venia de un
misterio superior renueva los votos de la misión de traducir los vacilantes
enigmas que contrabandea diariamente de puntillas la poesía. ♦
22 de junio de 2020
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Nota: El presente texto, escrito por el poeta y ensayista mexicano Jorge Ortega, publicado igualmente en la revista Carruaje de pájaros sirve como prólogo a mi "Devocionario", libro publicado por El taller blanco ediciones, en Colombia. El PDF del libro completo puede descargarse de manera gratuita haciendo click aquí.
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