Wednesday, March 30, 2011

Retrato hablado de la fiera: evocación de un encuentro con Eduardo Lizalde




Manuel Iris

…será sin valor mi testimonio.

Rubén Bonifaz Nuño


No la buena memoria sino el temor al olvido provoca esta evocación de uno de los encuentros más notables de mi vida. Sucedido hace no demasiado tiempo, lo he referido tantas veces que he terminado por notar mis propias variaciones en el relato. Acaso para fijar una versión cuyos detalles seguramente luego de impreso este texto ampliaré o rectificaré en conversaciones, escribo estas páginas que sirven de homenaje y agradecimiento a un poeta mayor.

El encuentro, arreglado por la bondad de varios amigos míos, fue en la ciudad de Mérida, Yucatán, sitio en que yo radicaba entonces y en el cual el poeta visitaba familiares suyos en diciembre del 2005. Esos mismos amigos me dijeron de la llegada del Tigre un poco antes que sucediera, pero no me atreví a insinuarles que me lo presentasen. Estaba dispuesto, eso sí, a preguntar todas las anécdotas posibles de su visita. Lo recuerdo casi de memoria.

Y mismamente recuerdo que por la mañana del 23 de diciembre recibí una llamada al celular.

—¿Estoy hablando con el joven Manuel Iris?

—Sí, ¿quién habla?

—Manuel, te llama Eduardo Lizalde…

Me asusté, hice silencio. Dije:

—Maestro, mucho gusto.

—Te llamo para saber si te gustaría que platicásemos un rato. ¿Qué te parece un desayuno el día 26 por la mañana? ¿Tienes tiempo?

—Por supuesto que tengo tiempo, maestro.

—Perfecto. Pues, nos vemos el 26 a eso de las 10 de la mañana en el restaurante del Fiesta Americana, ¿te parece?

—Claro maestro. A las 10 de la mañana.

—Muy bien Manuel. Hasta entonces.

—Muchas gracias maestro.

Hasta hoy desconozco por qué medio mis amigos y los propios familiares del poeta radicados en Yucatán convencieron al Tigre de brindarle una atención de ese tamaño a un joven de 22 años, que no era (no es) más que un lector de muchos. Lo cierto es que luego de la llamada caminé varias horas por las calles cercanas a mi casa pensando qué decir dos días después, frente a él.

Con egoísmo del cual sigo esperando arrepentirme, le dije del futuro encuentro a todos mis amigos no-poetas, no-escritores, y evité así pasar la pena de llegar a la cita acompañado de una turba de muchachos como yo. No quería perder el estilo delante de un poeta que adivinaba serio, elegantísimo y temperamental.

El 26 llegué al restaurante del Fiesta Americana a las 8:00 de la mañana. Caminé un rato y a las 9:50 estaba ya en el lobby del hotel con la mejor de mis guayaberas, unos poemas míos, y mi primera edición de la Antología impersonal con toda la intención de que el Tigre la autografiase. Decidí ser discreto y dejé el libro encargado en la recepción, con el siguiente plan: si la plática terminaba bien iría a buscarlo y pediría el autógrafo, si no, podía retirarme discretamente y pasar luego por el libro. Guardé mis poemas.

Camino a la recepción reparé en que no tenía idea del aspecto de Lizalde más allá de la foto en la contraportada del libro que estaba a punto de entregar, así que le di un último vistazo y me dispuse a imaginar el rostro de ese hombre pasados unos años de capturada la imagen.

Subí al restaurante y todo era un fracaso: el Tigre no estaba o yo era incapaz de reconocerlo y además era tarde —las 10:15—, así que para no hacer esperar más al poeta decidí bajar de nuevo a la recepción y preguntar cómo se veía el huésped llamado Eduardo Lizalde, si no lo vieron subir al restaurante, cómo estaba vestido. Ensayaba disculpas. Se abrió el elevador, según recuerdo.

—¿Manuel?

—Maestro…

Tal vez no fue a propósito pero vistió de tigre: traje de un café muy claro, camisa dorada, corbata que hacía juego con un pañuelo mostaza, casi naranja. Como si lo estuviera viendo.

—¿Ya estás en alguna mesa? —No.

—Pues vamos.

Tomamos una mesa grande porque el Tigre esperaba, en un rato, a las personas con las que viajaba. Pedimos café y hablamos de la ciudad y de su clima caluroso en pleno invierno. Me preguntó:

—Bueno, Manuel, y ¿qué has leído de mis poemas?

—Todo.

El poeta rió, más que por mi declaración, por el candor con que la hice.

—Bueno, ¿y qué te gusta más?

—La verdad, maestro, lo que más me gusta es Cada cosa es babel.

Asintió con la cabeza. Se puso serio.

—O sea, también me gustan La zorra enferma y todo lo del tigre, pero ese libro me dice mucho. Todo eso de los nombres…

—Sí, es un libro sobre el lenguaje, cratiliano…me dio mucho trabajo escribirlo. En ese entonces leía mucha filosofía, eso estudié…

Me es imposible reconstruir un dialogo que duró 4 ó 5 horas en que hablamos ininterrumpidamente de poesía mexicana y poesía en general. Puedo decir, eso sí, que lo escuchaba hablar de amigos suyos cuyos nombres resonaban en mi cabeza como un listado de autores que, siendo para mí bibliografía y mito, cobraba en sus anécdotas una humanidad inusitada. No podía creer la familiaridad con que se refería a hombres que para mí eran nombres, vocablos de otros vocablos.

Recuerdo bien que me habló de una ocasión en que Neruda —he olvidado dónde y la ocasión, aunque las dijo— dio un discurso tan horrible y largo que varios poetas y artistas de distintos países sencillamente se retiraron del evento y lo dejaron hablando solo. En algún momento le dije de mi admiración por el grupo Orígenes, en especial por Lezama, y entonces me contó de cuando él, Álvaro (Mutis) y Eliseo (Diego) leyeron juntos en la feria del libro de Guadalajara, la ocasión que Cuba fue el país invitado.

A propósito de aquella vez, recordó la salud precaria de Eliseo Diego quien, a diferencia de él y Álvaro Mutis necesitó micrófono para leer porque, aun sin tomar en cuenta su delicado estado, es dueño de una poesía susurrante como su propia voz.

No sé si fue el Tigre o yo quien dijo que quizá el tono de los poemas de Eliseo Diego se debía precisamente a su voz, y que tal vez el tono oratorio de los poemas suyos se deba a su voz potente. De cualquier modo, desde aquella plática creo en esa relación entre el tono de un poeta y su voz física.

A lo largo de la charla el Tigre me preguntaba, amablemente, por mis lecturas, pidiéndome valoraciones de libros y poemas. Yo contestaba con temor al inicio, luego con más soltura porque el poeta era afable y decía bromas, me aprobaba. En algún momento preguntó por poetas actuales, como pasando lista. En pocos minutos llegamos a un personaje peculiarmente conocido y le dije, refiriéndome a aquél, que si escribiese como cree que escribe no sería quien es, sino Pessoa. El poeta rió —así es, anda con aura de iluminado— me dijo.

Hablamos largamente de chismes literarios, del premio Aguascalientes y, al menos en mi memoria, el poeta estaba de acuerdo con algunos de mis juicios. Hoy sé que fue amable. En algún momento dijo que, para no vivir en el DF, yo estaba bastante bien enterado de ese ‘ambiente’.

Ya con confianza empecé a preguntarle por dos poetas que todavía considero fundamentales: Rubén Bonifaz Nuño y Alí Chumacero. Me dijo que eran sus amigos, que ya estaban muy mayores pero estaban bien, y que él mismo los admiraba y respetaba mucho. Mencionó la palabra maestro al hablar de Bonifaz y habló del buen humor, del carácter de Alí Chumacero. De nuevo no podía creer que hablara de personas cuando yo le preguntaba por autores. Eso sí lo recuerdo.

Para almorzar más que para desayunar llegaron las acompañantes del poeta, quienes me saludaron con naturalidad. Pedimos algo (no recuerdo qué) para comer y platicamos todos, un rato largo. El poeta pidió la cuenta y no me dejó pagar: yo te invito, Manuel. El encuentro se acababa.

Supe que podía pedir el autógrafo. Me disculpé para ir al baño y fui en cambio a la recepción del hotel para buscar el libro que había dejado encargado. En el camino saqué los poemas de mi bolsa, los desdoblé y me detuve a releerlos. Dos de sus últimos versos decían El tigre es un incendio/contenido por sus rayas. Taché inmediatamente la palabra tigre, escribiendo sobre el tachón la palabra poema.

Cuando regresé a la mesa el poeta estaba de pie. Al ver el libro supo mi intención, y extendió la mano:

—Esto ya es una rareza bibliográfica

—Sí, me lo vendió un amigo.

—A ver, voy a corregirle un par de erratas en la contraportada…

Se puso los lentes, sacó su pluma y tachó las erratas en la afirmación de Pessoa “Dios es el nombre de otro Dios más grande” poniendo al lado de sus tachones las letras o palabras necesarias para leer “Dios es un hombre de otro Dios más grande” que es, según me dijo, la versión correcta. Mientras me dedicaba el libro, dijo:

—La primera vez que alguien me firmó un libro fue el maestro Enrique González Martínez. Para ese momento yo era muy joven y no había escrito nada, menos publicado. Pero me puso en la dedicatoria “para el joven poeta Eduardo Lizalde”.

Terminó de escribir y me entregó el libro. Le di mis poemas.

—Se los regalo, maestro.

—Muchas gracias Manuel.

Me despedí de sus acompañantes, estreché su mano y le dije “muchas gracias” varias veces, antes de irme. Minutos después, ya fuera del hotel y completamente seguro de que nadie me veía, me dispuse a leer la dedicatoria que acababa de obtener. Decía:


Para el joven poeta Manuel Iris,

Celebrando su información literaria y con

el gusto de conocerlo

y con el abrazo de


Eduardo Lizalde.

Mérida, Yuc. Dic 26 2005


Recuerdo muy bien todo eso, y lo agradezco profundamente. Quede asentado mi testimonio y tributo.



*El presente ensayo forma parte del libro " Una raya más. Ensayos sobre Eduardo Lizalde".Compilación de Victor Cabrera. Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011.




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