El poeta no
conoce la verdad. No la conoce porque el poema no es una respuesta a sus
preguntas, sino la cristalización de todo lo que ignora: la verbalización del
misterio. La belleza del poema radica en su capacidad de articular la única
certeza compartida y personal de los humanos frente al cosmos: la del no sé.
Pero el poeta
conoce las palabras. En ellas vive y ellas viven en él. Ambos se crean. La intuición
es una cuerda tensa que va del silencio a la palabra y que pende sobre el
misterio. El poeta-equilibrista a veces va del silencio a la palabra y a veces
en sentido contrario. Su viaje es el poema. La inteligencia es esa esa larga vara
con la que busca mantener su balance. Sus pies están plantados en la intuición
y su mirada en la posibilidad. El peligro de caer es parte de su existencia. Su
labor, que parece no tener sentido, es de vida o muerte.
Para su acto, el
equilibrista no lleva otra ropa que su honestidad: su oficio es descubrirse y perseguir
una verdad sentida. El ritmo de su voz debe ser el de su pulso: un resultado de
su naturaleza. Por ello no debe mentirse: si necesita hablar de Dios o la lucha
de clases, del silencio o la trascendencia, la lentitud o la revolución, debe
poder llamar a cada cosa por su nombre, con la voz de su sangre. Y si no puede
darle nombre a lo que intuye debe hacer evidente esta imposibilidad, puesto que
ello se volverá su tema. No debe hurtar jamás el traje —tal vez más vistoso— de
otro equilibrista: la gracia de su acto es personal.
Soñando volar y a veces afirmando que lo logra, el equilibrista
está rodeado del mismo aire que respiran todos los humanos como él. Su oficio
es un oficio como el de los otros. Su dolor no es más dolor ni su soledad más
triste. Pero su alma es caminar la cuerda floja. Para eso vive.