El inicio del poema “A media voz” de
Blanca Varela, es uno de los más significativos que podemos encontrar en la
poesía mexicana: La lentitud es belleza.
(En línea). El poema explora estos términos a partir del tema de la escritura: sólo
a través de la lentitud, contenida en imágenes que desfilan verso a verso, pausa
tras pausa, se puede llegar al centro de
todo (ídem), lugar donde reside
la belleza del poema intacto (ídem). Las mismas leyes que rigen este poema,
las encontramos en “Nueva nieve” de Manuel Iris. Las dos obras dan peso a la
imagen, tocan el tema de la imposibilidad de la escritura, y ejecutan una
suerte de poesía que se conoce como de baja velocidad. Al respecto de este tipo
de poesía Antonio Deltoro menciona: Se le
podría llamar la tradición de la ausencia, de la pausa, del silencio; de la
quietud reveladora y central. No es una tradición rural que dé la espalda a la
ciudad, sino una urbana que la reconoce, pero que se defiende del ruido, de la
inquietud, de lo lleno, del lujo, de la velocidad. (2012, p. 20-21). En la
poesía de Manuel Iris hay una suerte de frío y de nieve, que al igual que la
lentitud de Varela, resulta bella; una poesía que prioriza el silencio y los
tonos blancos del paisaje. En física el frío y el calor se definen por el
movimiento molecular: en una temperatura cálida las moléculas de un objeto se
mueven de prisa, mientras que en un ambiente gélido desaceleran su velocidad. Entonces,
la forma más viable para hablar sobre la nieve es desde la descripción, la pausa,
la fragmentación, y el lento fluir de las imágenes. Manuel Iris, acaso sin
tener plena conciencia de su poética, pone en práctica lo anterior ofreciéndonos
su propia versión de una Cincinnati bajo la nieve, ciudad estadounidense en la que
habría firmado sus versos.
“Nueva nieve” se
compone de tres poemas y una coda. Los primeros dos, “Decir lo ajeno” y “Nueva
nieve” están emparentados entre sí; en ellos se explora, mediante una poesía de
factura intelectual, el asunto de la nieve. En “Homeless”, por otra parte, todos
los elementos desplegados se aterrizan en una concreción que linda entre lo
bello de la nieve y lo grotesco de la realidad: un hombre pide limosna durante
una nevada. La coda, que tiene un tono reflexivo, cierra las ideas más
generales: la belleza / la nieve, y la nieve / el fuego. Esta última, si bien
parece nueva, es otra forma de decir esa calidez espiritual y creadora contenida
en la atmósfera de los poemas. Hecho algunos apuntes generales sobre los textos
de Manuel Iris, paso a ocuparme de cada uno de ellos de manera particular. “Decir
lo ajeno” es el primer poema de la serie, y viene acompañado de un epígrafe de
Eugenio Montejo. La razón del título que tiene este poema, como la presencia de
aquel epígrafe, me lo reveló el propio Manuel en una plática que mantuvimos en
2011. Hablábamos de cierta poesía sobre la nieve hecha por autores nacidos en
climas cálidos, hombres sin nieve,
como decía el autor de “Alfabeto del mundo”, acostumbrados al motín incesante de los colores. El
asombro de estos poetas ha sido animado por la monotonía y la frialdad del
color blanco, que es lo extraño, lo otro a lo que tal vez nunca pueda
reclamarse pertenencia.
En el intento de decir
lo ajeno está la vastedad del elemento que se quiere asir con el poema, pero
que termina por desbordarse. Incluso podría decirse que lo desbordado es el
propio vacío de la hoja: No es mía la
blancura / que hay fuera de la página. En ello también radica la incomprensión
del fenómeno natural que ya está volviéndose una cuestión poética: no puedo comprender / ese cristal que vuelve al árbol reverente, / que torna delicada su genuflexión glaciar.
Ante tanta nieve que todo absorbe y
consume, porque abarca todo el paisaje, es decir, todo está cubierto de
blanco, el poeta confiesa: Hoy no he
podido doblegar la blancura (¿con la mirada, con el tacto?). El segundo
fragmento del poema, que es el más corto de todos, es una continuación directa
del anterior, los puntos suspensivos tras una pausa larga así lo sugieren.
El poeta, no sólo no ha
podido doblegar lo blanco, tampoco transparentarlo en el poema a través del
ejercicio de la escritura. Sus herramientas le impiden comprender este nuevo
tipo de belleza al que se enfrenta. Para explicar de otra manera la poesía de
baja velocidad Deltoro habla de atender a
la música del significado (2012, p. 19). En ese sentido, “Decir lo ajeno” de Manuel
Iris prefiere fijar el trabajo en una sola imagen significante, la de un árbol.
Aquella, desde el primer fragmento en que apareció, ha ido creciendo y
reclamando su propio espacio, a tal punto que en el tercer fragmento se vuelve
elemento central. Esta estrategia es una lección de humildad para quien intenta
hacer poesía de la nieve, puesto que ella está en todas partes, y no hace falta
señalarla para sentir su presencia.
A Manuel Iris, que ha
comprendido la nieve tarde pero a tiempo para concluir el poema, le basta un
árbol quieto, húmedo y deshojado para decir lo ajeno finalmente:
el
árbol sigue allí,
gotea.
Se
va tornando cada vez más árbol.
Todo
nos dice que la eternidad se acaba
y el
silencio sigue allí,
cayendo.
La escena que leemos está rodeada por una
atmósfera de misticismo en donde se trama la historia de una aparición. El
árbol, que estaba cubierto de un cristal incomprensible, se hace más concreto
entre toda la blancura de la nieve y de la página. Silenciosamente ocupa el
primer plano de una ciudad invernal. La nieve, cuya desmesura es significada a
través del sustantivo eternidad, se acaba. Con lentitud y en silencio, la
escena abre paso al deshielo, indicado por la forma verbal gotea y el gerundio cayendo.
Los gerundios denotan acciones detenidas en el tiempo, como en una fotografía.
Por eso, la resonancia de esta última palabra, aislada en una sola estrofa, es
la imagen final que miramos y que nos llevamos del poema: la nieve se derrite,
vuelve a ser agua, pero en un tiempo sin fin, que no termina de cumplirse.
“Nueva nieve” es el
nombre del siguiente poema, que a demás da título a la colección. Ya emprendida
una poética sobre la nieve, este texto corresponde no a un decir lo ajeno, sino
lo cercano. Imágenes familiares a la poesía de Manuel Iris hacen acto de
presencia en una serie de cuatro fragmentos diferentes o escenas: la mujer, el
pájaro, la ventana, la rosa. Se deja atrás la reflexión sobre la poesía y el
ambiente místico del árbol, y se abraza algo más cerca de lo cotidiano, sin rozar
lo conversacional, sin perder nunca el tono intelectual conseguido con antelación.
La nieve que se presiente en este poema,
no es del todo fría, tiene cierta calidez caribeña. El autor, confiesa en el
epígrafe, ha elaborado sus versos mediante una reescritura de “Los poemas de la
lluvia” de Gastón Baquero. Para un poeta tropical, la lluvia es una de las
formas desmesuradas en que el agua se hace presente, es su propia nieve. Escribe
el poeta cubano:
Una
mujer canta mientras cae la lluvia.
Canta
mientras la lluvia derrama su más puro silencio.
Se
escucha el milagro de que su canto sea
más
silencioso que el canto de la lluvia. (Baquero,
1998, p. 326)
La lluvia lo invade todo con el canto
que hace al caer, termina por confundir las imágenes que miramos. Así lo
constata este fragmento del poema de Baquero, que ya de por sí es puro ritmo y
canto. El lector, confundido por una pareja de paralelismos, no termina de
saber quién canta y quién guarda silencio, si la mujer o la lluvia. O tal vez
sea más certero creer que lluvia y mujer son el mismo elemento, separado en dos
instantes: silencio (el cese de la lluvia) y canto (el arrecio). Por otro lado,
esta es la versión de Manuel Iris:
Una
mujer me habla mientras cae la nieve.
Habla mientras la nieve deja su más puro silencio.
Se oye el milagro de que su aliento sea
más silencioso que el aliento de la nieve.
Habla mientras la nieve deja su más puro silencio.
Se oye el milagro de que su aliento sea
más silencioso que el aliento de la nieve.
La
versión de Baquero es completamente sonora, pero esta es más visual. Se representa
el fenómeno de la condensación, es decir, cuando nuestro aliento pasa por el frío
y se puede ver a simple vista como una especie de humo blanco. Los elementos
canto y lluvia son sustituidos por nieve, habla y aliento; los únicos que se
conservan son mujer y silencio. Si el poema de Baquero se debate entre el
sonido y el silencio, el de Manuel, de baja velocidad, se decide por este
último. La conjugación del verbo hablar, y el canto del pájaro que se menciona
en la segunda estrofa, son ciertamente formas del sonido; sin embargo, el
primero sirve para explicar de dónde proviene el aliento de la mujer, mientras el
segundo es inaudible. A las figuras
de la mujer y la nieve se les agrega una tercera, el pájaro. Ninguna de las
tres figuras se confunde entre sí, pero sus acciones terminan por acumularse en
la nieve por medio de una aliteración: La mujer habla, lanza su aliento / la
nieve cae, ese caer tiene aliento / el pájaro aletea / lento aletea el aliento de la nieve. Los siguientes dos fragmentos de
“Nueva nieve”, también corresponden a imágenes visuales. El II extiende la idea
de juego generada por la aliteración, explora los movimientos que hace la
nieve: Sube, baja / se confunde / gira de
pronto / y va contra sí misma. El III vuelve a la figura del ave y la
compara con la ventana: solamente estos dos seres que habitan las alturas de
los edificios, Niegan asombro ( a la
nieve) / y se abren como párpado, / se entregan como alas. En la negación
del asombro está implícita su afirmación por parte del poeta. Acostumbrados al
blanquísimo paisaje, la ventana y el ave tienen vetado el asombro, ellos se
abren y se entregan al horizonte en cotidianeidad prosaica. Es el poeta, y sus
ojos de alquimista, el que logra ver más allá y nombra de una forma diferente y
unívoca ese abrirse como párpado, ese
entregarse como alas. Igual de interesante
resulta el IV y último fragmento. Como el primero, es reescritura directa de
los versos de Gastón Baquero:
¿Qué
lluvia es esta cuya voz recuerda
tanto
silencio ido con la muerte?
¿Qué
lluvia es esta cuna al pensamiento
y
al más oculto sueño realidades?
¿Qué
lluvia es esta lluvia que recuerdo
aún
debajo del sol y dentro de la lluvia? (1998,
p. 325)
Manuel
Iris, por su parte, escribe:
¿Pero qué calma es ésta
que contemplo en calma todavía,
esta sorpresa que se continúa
todavía en la sorpresa hundido?
¿Pero qué rosa es ésta inmarcesible
naciendo en el momento de su desaparición?
que contemplo en calma todavía,
esta sorpresa que se continúa
todavía en la sorpresa hundido?
¿Pero qué rosa es ésta inmarcesible
naciendo en el momento de su desaparición?
La
lluvia que plantea el poeta de Orígenes es arquetípica: no sólo resuena en el
silencio y en la mente humana, también hace presencia cuando el sol y cuando la
propia llovizna rozan la piel; es, vaya, una lluvia que trasciende a sí misma y
se instala en la humedad que abunda en el clima caribeño. La nieve de Manuel
también es arquetípica, se vincula con la calma, la sorpresa y, finalmente, con
una flor que connota un rojo deshielo. En el poema anterior, “Decir lo ajeno”,
vimos que también estaba implícito el deshielo, pero éste apenas comenzaba a
devolver la nieve en agua, de hecho no terminaba de ocurrir. En cambio, en este
segundo poema es como si no desapareciera la nieve, sino que floreciera ella
misma en una rosa en el instante en el que la blancura se acabara, y sucediera
una nueva estación. La rosa da cuenta de la recuperación de aquellos colores
perdidos que fueron mencionados en el epígrafe de Eugenio Montejo. Ese motín incesante de los colores, nos
enseñan estos versos, nace (reaparece) en el momento de la desaparición de la
nieve.
El
tercer poema de la colección es el que más me gusta de todos, se titula
“Homeless”. En éste, se varía la forma, y el tema recibe un giro inesperado. De
poemas fragmentados, pasamos a uno sólo y cerrado en sí mismo. Se rompe con la
poesía intelectual vista en “Decir lo ajeno” y “Nueva nieve”, y se abraza una
escena de patetismo en donde la descripción de un limosnero se baraja con las
posibilidades de su pasado. La nieve ya no sólo aparece vinculada con la belleza,
sino también con una estética de lo grotesco: También es nieve la que cae / en
el muñón del limosnero, nos dice el autor, no sólo aquella nieve mística
que cubría al árbol, o aquella arquetípica que era calma y sorpresa y daba paso
a los colores del deshielo. En “Homeless” el poeta observa la nieve caer sobre
las amputaciones de un limosnero, asentarse en él, y lentamente resbalarse de
las facciones de su rostro. Todo ello se describe de tal forma que se logra una
imagen visual en donde el rostro de la
nieve se amolda (se confunde) con el rostro del individuo.
“Homeless”,
cuya traducción al castellano es sin hogar, también es el poema más fuerte de
la serie, en términos de algunas de sus imágenes. Hay una en lo particular que
llama mi atención: jamás se ha visto una
blancura / más quemante que la flama
del napalm. En tan sólo dos versos se intenta tocar el pasado del
limosnero. Abandonamos el escenario cubierto de nieve, y abrimos nuestra mente
a la posibilidad de un lugar distinto,
acaso selvático, acaso la Vietnam de los años sesenta y setenta, en donde los soldados
resultaban amputados por las bombas del napalm. Por un instante la blancura que
siempre había designado a la nieve, a la lentitud y al silencio, pasa a
designar fuego y destrucción. No será sino hasta la “Coda” en donde esta
paradoja aparezca de nuevo y logre quedar completamente esclarecida. El poeta
interrumpe la imagen y se pregunta si el
hombre ha sido un homicida, esto es, si en verdad fue soldado, si en verdad
estuvo en ese lugar distinto. En la última estrofa, se retorna a la imagen que
abría el poema. La nieve sigue cayendo sobre el limosnero, sigue siendo bella; pero
su belleza, durante el recorrido poético, ha sido impregnada por lo grotesco: se ha atorado inútil, fría / la belleza. Esta última nieve que nos
dibuja Manuel está cargada con denotaciones sociales, está medida a través de
una estética diferente a la que ha dominado hasta ahora la serie de poemas. Por
lo tanto, esta última nieve es una nieve no tan blanca, callejera, un poco
sucia, que se parece más a la que encontraríamos al observar la realidad.
Finalmente
llegamos al último poema de “Nueva nieve”, la “Coda”. En ella Manuel Iris adquiere
un tono reflexivo, nutrido por la prosa del ensayo y la subjetividad que permite
la poesía. De nueva cuenta tenemos un texto que invita a reflexionar al escucha
sobre el fenómeno de la poesía y la idea de su realización. La nieve que en
esta ocasión miramos, es la nieve más reveladora y cargada de significado de
todas. El hecho de que a lo largo de los tres poemas anteriores la nieve ha
fungido como experiencia de lo poético, permite al autor dotarla de
características propias del fuego: ilumina, da calor y también quema; es decir,
este germen creador es capaz de dar vida y sustento, pero también puede matar y
destruir. Fascinado, entonces, el poeta no comprende esta nieve, únicamente puede
sentir el frío como una manera de lo
espiritual que llega por el cuerpo y lo somete. Por eso la nieve, la
belleza y la poesía, que fueron constantes en toda la serie de poemas, aparecen
nombradas al final como la prueba más
quemante de nuestras limitaciones.
Gran parte de la vida
del ser humano está construida en base al deber ser ante la sociedad y ante la
historia, se fijan límites a los que el individuo aspira. Lentamente Ardemos en nuestras propias brasas
para tocarlos. Uno de esos límites es la belleza. Para el poeta el máximo está
dado en la poesía, siempre se aspira a lograrla en el texto, sin saber si será
o no posible su ejecución, o si trascenderá el poema o no. Cuando leemos,
entonces, que la nieve, la belleza y la poesía son prueba de nuestras
limitaciones, retornamos a los primeros versos de esta pequeña plaquette de
poemas: Hoy no he podido doblegar la
blancura. Retornamos, no como quien ha fracasado en su viaje, sino como el
que reflexiona y se da cuenta que en su propia limitación halló verdaderamente
el instante poético.
Bibliografía
Baquero,
Gastón. Poesía Completa. Verbum, Madrid, 1998.
Deltoro, Antonio. Favores recibidos. FCE, México, 2012.
Iris, Manuel. “Nueva nieve”, en http://bufondedios.blogspot.mx/2013/03/nueva-nieve.html.
Consultado en abril de 2013.
Varela, Blanca. “A media voz”, en http://www.palabravirtual.com.
Consultado en abril de 2013.
Marco Antonio Murillo, Mérida,1986. Lic. en Literatura
Latinoamericana por la UADY. Becario del FOCAY, y Premio Nacional de Poesía
Rosario Castellanos en 2009. Premio de Ensayo de Crítica Universitaria
(CONARTE), y segundo lugar en el Premio Regional de Poesía José Díaz Bolio,
ambos en 2011. En la revista digital Círculo de poesía publicó Las formas de lanube: Antología de poetas yucatecos nacidos en la década de los ochenta. Autor
del poemario Muerte de Catulo (El Drenaje, 2011). Recientemente fue incluido en
el libro En la orilla del silencio: Ensayos sobre Alí Chumacero (Tierra
Adentro, 2012).
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