Monday, September 27, 2010

Leer desde otros ojos o Escritura conquistada: Conversaciones con poetas de Latinoamérica, por Floriano Martins


Tomado de: Revista Isla Negra


En una conversación, sin duda, aprende más quien más guarda silencio. Privilegiado aquél que escucha a los que saben y que más tarde participará, de algún modo, en ese diálogo. Tal es como concibo la labor de un lector.
El libro que ahora reseño es, precisamente, una invitación al ejercicio de escuchar a los que saben platicando sus misterios. Así, escuchando atentamente, sabemos cómo el poeta ha conquistado su palabra, y por ello hemos nosotros, los lectores, conquistado alguna luz en esa bruma que no es la biografía pero tampoco el texto: nos hemos adentrado en el misterio. Y es que Escritura conquistada (2009) es, a final de cuentas, un libro para saber cómo alguien leyó.
Editado por la Fundación editorial El Perro y la Rana, y el Ministerio del Poder Popular para la Cultura de Venezuela, Escritura conquistada se extiende hasta ser dos volúmenes de conversaciones sostenidas por el poeta brasileño Floriano Martins con varios poetas de generaciones diversas, a lo largo y ancho de Latinoamérica.
No deja de ser interesante que sea un poeta en lengua portuguesa quien se lance a esta nada modesta empresa. Conocedor profundo de la poesía latinoamericana, Floriano Martins transita de un rincón a otro de la lengua española en América siendo siempre un invitado con el privilegio de quien ve las cosas desde fuera: la perspectiva. En su país, Brasil, también incluido en el texto que ahora trato —inclusión que es en sí misma una llamada de atención para aquellos que al hablar de literatura latinoamericana se olvidan de nuestro lusófono vecino— su posición histórica y personal es distinta, pues esa es la tradición en la que ha nacido y se desenvuelve. Su voz allí situada es una voz que, aunque alejada en el ejercicio de interlocutor, habla desde dentro, haciendo de otro modo interesante el diálogo.
Pensando de nuevo en Brasil y su tradición literaria, no es casual que la primera conversación con un poeta brasileño—José Santiago Naud— se titule precisamente Rostros de nuestra americanidad. Tal es, yo creo, una de las más fecundas posibilidades de Escritura conquistada, al menos para los lectores hispanohablantes: hacernos ver desde fuera las tradiciones propias y, desde dentro, la que habremos de apropiar. Digo esto para invitar al lector a seguir la pista de la poesía brasileña e incorporarla, como Martins ha hecho con casi todos los otros países del continente, a su noción de poesía latinoamericana.
Mencionar parte de la nómina de poetas reunidos vale la pena, pues da cuenta de la importancia de la publicación. Menciono algunos: Francisco Madariaga y Susana Giraudo (Argentina), Eduardo Mitre (Bolivia), Roberto Piva y Claudio Willer (Brasil), Fernando Charry Lara y Armando Romero (Colombia), Enrique Gómez-Correa y Pedro Lastra (Chile), Pablo Antonio Cuadra (Nicaragua), Gerardo Deniz (México), Carlos Germán Belli y Javier Sologuren (Perú), Eugenio Montejo y Juan Calzadilla (Venezuela) etc. Aunque apuntando a veces en direcciones distintas, el magisterio de los interlocutores no se agota.
Más de 50 autores de 20 distintos países, generaciones, tendencias y estilos se reúnen en Escritura conquistada. Como es de esperarse son profusos los cruzamientos, contrapuntos, intertextualidades y relaciones personales tendidas de una página a las demás, obligando al lector a darse cuenta de que la poesía latinoamericana no puede ser vista como un archipiélago. El diálogo establecido con los poetas (todos ellos centrales en cada una de sus tradiciones) es siempre un hilo que, suficiente en sí mismo, no deja de ser parte de una red mayor.
Un ejemplo es lo que el poeta chileno Enrique Gómez-Correa (1915-1995) —figura central para entender el surrealismo en Latinoamérica— dice acerca del grupo Mandrágora y su relación con otros grupos dentro y fuera de Latinoamérica:
El grupo Mandrágora tuvo desde sus inicios muy buenas relaciones con los surrealistas franceses, belgas, españoles, holandeses, ingleses, suecos, alemanes, yugoslavos y de los países sudamericanos como Argentina (Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Julio Llinás, Raúl Gustavo Aguirre); Perú (César Moro, Méndez Dorich, Westphalen); Venezuela (Juan Sánchez Peláez); países centroamericanos (el grupo dominicana de “La poesía sorprendida” que fue, en cierto modo una proyección de la Mandrágora gracias al escritor y poeta chileno Alberto Baeza Flores). Igualmente en Cuba (Lam), Haití y La Martinica. Hasta hoy mantengo correspondencia con los poetas colombianos Oscar González y Raúl Henao (Medellín). También estos lazos se han mantenido con los surrealistas estadunidenses (en Chicago Franklin Rosemont como antes con Man Ray) y de Canadá a través de nuestro amigo el poeta y artista Ludwig Zeller. Otro tanto con respecto de México.
¿Cómo, después de una declaración así en un libro como éste, seguir pensando que las poesías nacionales son solamente eso? El libro sin embargo va más lejos y se adentra en las poéticas de los autores, en lo que ellos piensan de la poesía y la labor del poeta en el mundo, y en ese abierto campo surgen fértiles paralelismos y fecundas oposiciones. Se termina con ello, de una vez por todas, de desdibujar la distancia mientras que se delinea claramente la silueta de cada poeta, de cada tradición: las fronteras se transforman en contornos.
Para quienes aman la literatura latinoamericana, Escritura conquistada es un libro interesante. Para quienes aman su poesía es un libro necesario, porque invita a callar para escuchar cómo alguien, quien más sabe, alguna vez leyó.

Sunday, September 19, 2010

Sentarse más cerca: Conversaciones con Enrique Lihn, por Pedro Lastra




Manuel Iris

Tomado de: Replicante





Y elocuente y lacónico uno y otro,
aquí en letras de molde quedarán
ambos grandes de acuerdo a su manera.
Carlos Germán Belli, En alabanza de Lastra y Lihn


A pesar de que no es la costumbre, quiero iniciar la presente reseña platicando un anécdota personal: hace un par de años, luego de un homenaje a su persona en la universidad de Pittsburg, y apenas un par de horas después de haberlo yo conocido, Pedro Lastra y otros poetas amigos suyos terminaron por tomarse un café. Yo, amigo de uno de los poetas, asistí al sitio de encuentro y estaba por tomar una silla un tanto lejana cuando Pedro Lastra me dijo —a mí, un estudiante reciente del doctorado, nada más—: “siéntate cerca, Manuel, para que escuches”. Tal fue el modo en que entendí el valor de una conversación que se da como un abrazo, y fue también la manera en que observé, por vez primera, la generosidad intelectual de uno de los interlocutores del libro que ahora reseño, y que es precisamente un libro de conversaciones, ahora entre Pedro Lastra y Enrique Lihn.
Sin duda ha sido esa misma generosidad la que ha hecho nacer la idea de crear un libro que es también una ventana a la amistad y conversaciones entre dos poetas fundamentales de la literatura chilena contemporánea. Digo esto porque si bien el libro busca y logra centrarse en la opinión de Lihn, termina siendo testimonio de la dialéctica entre dos mentes que conciben la poesía de distintas pero adyacentes, dialogantes formas. Además es un libro que, partiendo de ese intercambio entre Lastra y Lihn termina por esclarecer, de alguna manera, los diálogos que cada uno de estos poetas establece con la literatura y la vida.
Creo que la conversación trasciende a la entrevista por ser un género necesariamente personal, íntimo. Para ser verdadera, una conversación debe ser realizada entre amigos, enemigos o cómplices que no siempre están de acuerdo y que no pueden, como en todo intercambio verdadero, elaborar una coreografía verbal concertada desde antes, por mucho que se discurra sobre un tema específico. El diálogo no es, sino sucede.
Las páginas del libro que ahora reseño son, delante del lector, la realización de un diálogo erudito y todavía sabroso, natural. Las Conversaciones con Enrique Lihn, editadas por tercera vez, ahora por la Editorial Universitaria (Santiago de Chile) —luego de una primera edición mexicana (Xalapa, Veracruz 1980), y una segunda edición chilena (Santiago 1990)—, evidencian que los interlocutores se admiran y respetan mutuamente, al tiempo que tácitamente señala sus encontradas, a veces radicalmente, opiniones.
La lectura de estas conversaciones no solamente ayuda a saber cómo alguien escribió o vivió, sino también nos acerca a eso otro, tan caro para quien admira el pensamiento literario: cómo alguien leyó. Acaso sin querer Lastra y Lihn hacen un recuento de sus lecturas que, como catálogo, es impresionante pero podría no significar sino vastedad enciclopédica. Lo interesante, lo valioso es saber cómo han leído, porque en ese cómo está su aporte. Esa posibilidad de asomarnos a su cómo leer sin que sea el punto central de la conversación, es una de las más salientes virtudes del libro.
Acaso por tratarse de un volumen que busca fijar algo esencialmente efímero, las Conversaciones con Enrique Lihn se nos presentan ordenadas en diversos apartados, cuidando que el lector no se quede atrás en esta charla que avanza con su propio ritmo. El texto empieza con la llamada “Historia del método”, suerte de prólogo escrito a dos manos entre Pedro Lastra y Enrique Lihn, que explica no sólo la manera en que estos diálogos sucedieron sino la manera en que el libro ha sido concebido, escrito y ordenado. Como seguirá siendo hasta el final, esta obertura tiene un aire familiar y amistoso, y por ello el lector no puede sino sentirse testigo de una plática entre dos viejos amigos que lo comparten todo, o que comparten la poesía, que para ellos es todo.
Las siguientes secciones pretenden hablar sobre temas específicos siendo la verdad que, como en cualquier conversación, estos temas serán el punto de partida o de regreso hacia y desde varios otros senderos tocados tangencialmente.
Las primeras secciones tratan acerca de la vida y poesía de Enrique Lihn. Luego se habla de literatura en general. De estas otras partes una, titulada Borges: gran poeta y simple versificador, me llama poderosamente la atención no solamente porque soy un admirador confeso de la poesía borgiana, sino por el tono extremadamente natural, verdadero del diálogo que allí se presenta.
Antes de poner una cita que ejemplifique lo que menciono, digo cuales son los dos bandos enfrentados en este momento del libro: Pedro Lastra, mesurado y lacónico, valora y defiende la poesía de Borges frente a un Enrique Lihn elocuente y vivaz, que la desprecia. Parte del diálogo va así:

E.L. […] Decir que Borges no convence como poeta ha sido considerado una herejía, y yo he tenido discusiones amargas con algún amigo que defendía al Borges poeta autor de versos.
P.L. Entremos, pues, en esa materia. Hay poemas suyos que me atraen particularmente y que me llevan a valorar ciertos aspectos de Borges como poeta. Vamos a ver como se ordena esta defensa parcial, sí, pero dentro de esa parcialidad yo quiero hablar con algún fervor…
[…]
Encuentro allí un registro de ciertas virtualidades de la experiencia, literaria y no literaria, capaz de provocar resonancias en el tipo de lector que soy yo; un lector inclinado, por ejemplo, al disfrute de ciertas felicidades verbales, atento a las alusiones, a la exactitud de los desplazamientos del orden de la hipálage, a la proyección de las significaciones lograda en la más exigente condensación. Estas virtudes aparecen también en su prosa, pero sobre mí ejercen una atracción particular cuando aparecen en ese otro espacio regido por la medida y el ritmo.
[…]
E.L. Bueno, creo que estás haciendo un elogio muy peligroso para Borges el poeta; porque lo que nosotros debemos preguntarnos —y tú has dado una respuesta negativa—es hasta qué punto es legítimo y pertinente situar a Borges junto a los llamados fundadores de la poesía hispanoamericana moderna: Vicente Huidobro, Vallejo, Neruda y otros…yo pondría allí a la Mistral.
La discusión termina unas páginas después y los bandos siguen siendo los mismos. Los dos poetas toman postura y la defienden con afecto y profundísimo respeto. Nada pierde la amistad en ese desencuentro, y mucho gana el lector.
Para terminar esta reseña que es también una declaración de mi alegría por la re-edición de este libro personalísimo, quiero decir que, aunque centradas en la figura de Lihn, las conversaciones que ahora comento dan al lector la oportunidad de estar allí, en el silencio de ese que se sienta cerca en una mesa, para escuchar hablar a dos poetas que saben de su oficio y sus secretos.
Por supuesto, los lectores de Enrique Lihn verán en este libro un tesoro invaluable, puesto que abre una ventana hacia el espacio interno, ése que no es la biografía pero tampoco el texto inmanente, de este poeta fundamental. En general, guiadas por Pedro Lastra las Conversaciones con Enrique Lihn son una invitación abierta para acercar la silla. Son un acto de generosidad.

Ramón López Velarde en Grecia


Manuel Iris
Tomado de: Replicante

Al menos en México, a nadie sorprende escuchar que Ramón López Velarde es una figura central en la poesía mexicana y/o latinoamericana. Reconocerlo (no tanto leerlo) es un lugar común. Los mayores y los jóvenes lectores se acercan a la figura del zacatecano y mucho se habla de su Baudelaire, su alta estirpe poética y su naturaleza contradictoria: religioso y profano, provinciano y citadino, popular y culto. Además, como suele sucederle a las figuras de esas dimensiones, su leyenda es conocida: atraen al público su vida debatida entre el amor y la culpa, la creación-vivencia de Fuensanta, su doloroso catolicismo y esa prematura muerte que legó a la tradición una inacabada y todavía luminosa obra. Por supuesto, Suave patria es todavía un poema fundamental para quien intenta acercarse al quehacer literario mexicano del siglo XX. Lo digo una vez más para después abandonar el punto: López Velarde, en México, es un poeta central.
Sin embargo, y es una lástima, es poco común escuchar hablar de López Velarde fuera de los círculos poéticos mexicanos. A pesar de las declaraciones de Octavio Paz en Cuadrivio, en las que posiciona a López Velarde como uno de los incitadores de la poesía moderna, y de varios otros esfuerzos recientes emprendidos por diversas personas e instituciones, López Velarde no ocupa el lugar que habría de corresponderle a nivel latinoamericano o en lengua española. Comentada a veces, su obra no es leída fuera de México salvo por pocos eruditos y entendidos. Más allá de la lengua, como es de esperar, su presencia es todavía más difusa. Son contadas son sus traducciones, y casi inexistentes sus lectores.
Por ello, la aparición en Grecia de Suave Patria, antología bilingüe griego-español de poemas de Ramón López Velarde, en traducción del poeta griego Rigas Kappatos es una noticia que no debemos dejar de celebrar. Publicada con sustento del Programa de apoyo a la traducción de obras mexicanas a lenguas extrajeras (ProTrad) de México, la antología es preparada y prologada por el traductor y por el delicado poeta chileno Pedro Lastra quien es, para más señas, uno de los mayores conocedores de la poesía latinoamericana contemporánea, y una de sus voces más claras. La participación de Lastra es ya una garantía del trabajo. La selección de poemas ha corrido a su cargo.
Con este libro la editorial Ekath refrenda su intención de ser un puente entre la poesía iberoamericana y Grecia. Sin ser un caso aislado, el volumen que ahora reseño coloca a Ramón López Velarde junto con Antonio Machado, Roberto Fernández Retamar, Nicanor Parra, Gabriela Mistral, Oscar Hahn y Federico García Lorca, por mencionar algunos de los poetas de distintos momentos y países que han sido traducidos y publicados, en la misma colección. No quiero obviar el hecho de que todas esas traducciones han sido hechas exclusivamente por Rigas Kappatos, quien demuestra con esta labor un afecto poco usual (por activo) hacia la poesía iberoamericana del siglo XX.
La selección de Pedro Lastra delata una clara intención que no puede dejar de mencionarse: mostrar al poeta personal por encima del poeta “nacional”, al tiempo que se muestra al poeta “vivo”. Me explico lentamente: para lograr la totalidad de sus 31 textos recogidos, la antología toma algunos poemas primeros personalísimos como “Volver” o “El adiós”, para luego dar un enorme espacio a poemas de La sangre devota (1916) como son “Mi prima Agueda” y “Hermana hazme llorar”, y de Zozobra (1919), como “El retorno maléfico” o “Las hormigas”, siendo precisamente el poema Suave Patria, publicado en 1921, el único poema incluido en la antología de los que más tarde formarían parte de libro póstumo Son del corazón (1932).
Así, la antología presentada por Lastra y Kapattos muestra solamente al López Velarde publicado en vida (el poeta falleció en 1921), y volcado sobre sí. La antología se cierra en el poema más representativo de su obra, y en el año de la muerte del poeta.
Pudieran muchos lectores extrañar otros textos, sí, pero eso no hace menos inteligente ni seductora la propuesta de presentar un López Velarde vivo que se acaba (quiero decir, que fallece) precisamente en el momento en que empezaba a convertirse en esa abstracción que es ser “poeta nacional”. Sobre esto último, Octavio Paz ha dicho en pocas palabras lo que acaso es una gran verdad: No sé si lo sea, sé que no quiso serlo. La antología de Lastra y Kappatos parece respetar esta idea y querer mostrarnos no el poeta que ahora es López Velarde, sino ése que en su momento fue. Así, la antología termina precisamente donde comenzó la leyenda literaria que hoy alimenta el murmullo literario en México.
No me parece aventurado decir que esta visión de la poesía velardiana tenía que venir de un poeta capaz de disociar al poeta de la poesía Mexicana y sus actuales leyendas y tendencias de relectura, para luego incluirla en el orbe de la lengua y de la poesía universal.
No temo en afirmar que para lograr lo anterior ha tenido que ser un poeta no-mexicano quien señale ese López Velarde de a pie, literalmente vivo, un poeta de sí mismo y no de una patria. A final de cuentas creo que la patria de López Velarde es la de todos los humanos, porque López Velarde es un hombre universal. Por ello cuando canta México su poema no es “patriótico” sino una exploración de historia interna, un sentir personal que encuentra en su país, en la gente y en el clima y en la historia y el color de su país, una identidad que se abre a lo humano. La selección de Pedro Lastra, impecable, sensible lector, muestra eso y con ello entrega al público griego un López Velarde acompañado solamente de sí mismo.
No es poca cosa ese esfuerzo que ha significado elaborar esta antología, ni la importancia de poner alguna luz sobre la obra de este autor fundamental en Latinoamérica. Creo atinadísimo poner atención, en medio de una época en la que lo “actual” acapara todos los mercados, a un poeta que, nacido el año de la publicación de Azul, sería uno de los primeros en dar definitivos pasos hacia una renovación de la palabra poética en lengua española. Celebremos, pues, el suave caminar de Ramón López Velarde por una patria que no es la suya.

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