De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
Jorge Luis Borges
En 2016 conocí, finalmente, la biblioteca Klementinum de Praga. Era bella y misteriosa, aunque mucho mejor iluminada de lo que mi imaginación había previsto todas las veces que leí El milagro secreto, de Borges. En ese cuento, un hombre llamado Jaromir Hladík busca en esta biblioteca a Dios, que se encuentra, según palabras del bibliotecario, en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del recinto. En sueños (esa biblioteca se visita en sueños incluso durante la vigilia) el protagonista logra una revelación divina, y un secreto milagro. No necesito decir que, aunque mi experiencia fue infinitamente más pobre que la de Hladík, el recuerdo de la biblioteca Klementinum, rodeada de las calles por las que caminaba Kafka, sigue vivo en mi memoria.
Sin embargo, a pesar de su hermosura, la Klementinum no fue para mí una biblioteca real. La razón es muy simple: no pude leer en ella. Los grupos de turistas, los guías explicando en varios idiomas y al mismo tiempo los pormenores históricos del sitio, la enorme cantidad de gente posando para fotos, la prohibición de tocar los libros y hasta de caminar por los pasillos hizo imposible el silencio. El tiempo no se detuvo, como siempre sucede, dentro de la biblioteca, sino que se dejaba invadir por la prisa de afuera. Tristemente, para mí la Klementinum no fue una biblioteca sino una complicada e impenetrable estatua, un monumento.
Mi Juventud fue la Historia de Muchos Libros Prestados
Recuerdo de modo mucho menos reverente pero más entrañable un pequeño librero en la sala de la casa de mi amigo Luis, en Mérida, Yucatán, cuando mi juventud tenía todavía algunas luces de infancia. La suya fue la primera casa con libros que recuerdo, y el ambiente en ella era distinto al de otras. Puedo, hasta hoy, recordar varios de los títulos y las portadas que tuve entre mis manos ahí, con mi amigo.
Recuerdo igual, con agradecimiento que no se acaba, las bibliotecas —los estudios— de las casas de mis amigos Mariana y Juan Paulo. Ellos dos, además de ser brillantes, eran primos. Sus familias ejercían el placer de la lectura y sus padres llegaron a darme permiso de pasar a leer incluso cuando mis amigos no estuvieran en casa, y de tomar libros prestados. No era raro, en ninguna de ambas casas, que mi lectura fuera acompañada con algo de comer (cortesía de mis anfitriones) o con alguna conversación sobre esos mismos libros. El cariño y la generosidad de ambas familias me cambió la vida para siempre.
También estuvo la biblioteca del Padre Gallo, sacerdote Jesuita que en ese tiempo me pidió organizar los libreros de la parroquia de mi colonia en la que, además de libros religiosos, había varios otros de poesía, ensayo, y literatura en general. Esos fueron los que leí. Sobre esas lecturas me dijo que cada libro es una parte, y sólo una parte, del entendimiento posible de la vida. Igualmente me dijo, en otro momento, que yo era escritor. Fue una de las primeras personas en hacerlo cuando yo mismo no tenía claro ese destino. Por supuesto, jamás ordené la biblioteca de la parroquia, que incluso quedaba más desordenada luego de mis visitas.
En general, mi juventud fue la historia de muchos libros prestados y de gente que me abrió las puertas de su biblioteca. Yo era un muchacho sin muchos recursos al que varias personas, en distintos momentos, le brindaron la oportunidad y el espacio necesario para leer un libro más. Tal vez por ello tengo la certeza de que una biblioteca es un lugar en que uno es siempre bienvenido.
Bibliotecas Públicas de mi Ciudad
Como es natural, también pasé muchas horas en las bibliotecas públicas de mi ciudad. Recuerdo sobre todo dos de ellas. La primera se llama todavía Biblioteca pública Manuel Cepeda Peraza, y está en el centro histórico. Su espacioso e iluminado silencio se volvió mi casa muchas tardes. Me volví un usuario habitual que a veces no llegaba con la intención de leer sino de estar ahí, entre libros, en silencio. Iba para pensar, a recargar un tipo de energía que no encontraba en otros lugares. Lo mismo sucedía cuando iba a la biblioteca central de la Universidad Autónoma de Yucatán, no muy lejos de la primera, que además tenía el lujo del aire acondicionado.
Poco a poco fui dando cuenta de que las bibliotecas, y sobre todo las bibliotecas públicas, son el espacio más incluyente que han construido nuestras sociedades: nadie puede sacar a nadie de una biblioteca por no tener la misma ideología que el resto, ni es necesario creer —o no creer— en nada para acceder a su acervo. Rodeado de las palabras de otras personas que se han preocupado por las mismas cosas o vivido circunstancias parecidas en distintos momentos, quien visita una biblioteca se encuentra acompañado. Dependiendo de la ocasión, una biblioteca puede ser un remedio para la soledad, o un espacio para estar solo.
Cada biblioteca del mundo crea comunidad entre las voces de todos los sitios, de todas las personas, de todas perspectivas de antes y de ahora: ahí está la humanidad entera dialogando consigo misma. Conociéndose. Por si lo anterior fuera poco, las bibliotecas son uno de los muy pocos sitios en la sociedad contemporánea que no espera el dinero de quien lo visita: dan, nutren, proveen, y lo hacen gratuitamente. Todos somos iguales dentro de una biblioteca, y por ello son un santuario de nuestra dignidad.
La Biblioteca Pública de Cincinnati
En Estados Unidos he conocido sistemas bibliotecarios públicos y privados con recursos tan extensos que pueden ser (maravillosamente) abrumadores, inagotables. La biblioteca pública de Cincinnati es un ejemplo que me enorgullece mencionar. Sus recursos digitales y presenciales, sus eventos, programación, servicios y acervo siempre creciente van mucho más allá de la colección de libros, audiolibros, películas, documentos, revistas, o bases de datos... Las 41 sucursales de la biblioteca son puntos de encuentro comunitario. El personal que hace posible este sistema es dedicado, inteligente, admirable. Entienden que su trabajo no es conseguir y almacenar conocimiento sino crear puentes, defender a la humanidad de sus propios peligros. Con ellos estoy, y debemos estar todos, muy agradecido.
Me alegra vivir en una ciudad con un sistema bibliotecario ejemplar, y poder hacer lo que esté de mi parte para invitar a más gente a encontrarse con otros, y con ellos mismos, en sus espacios y servicios. El joven que fui no puede otra cosa que corresponder con ello la generosidad que me mostraron tantas personas. Al final, todas las bibliotecas son extensiones de la memoria, sitios destinados a combatir el olvido, lugares a los cuales podemos entrar para buscar o conservar lo que amamos. Con esa emoción hay que acercarse a sus puertas, que nunca dejarán de ser las de nosotros mismos.
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El presente texto fue originalmente publicado en el Blog de la bibloteca pública de Cincinnati, en el cual colaboro como Escritor en residencia. Para ver el post original, haga click aquí.
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