Monday, December 27, 2010

Poeta de vidrio: entrevista con Armando Romero


La presente entrevista da cuenta de muchas conversaciones sostenidas a lo largo de dos años con el poeta, narrador y profesor Armando Romero, en Cincinnati, Ohio, EEUU., ciudad que se ha convertido en un lugar de encuentros. No dudo en afirmar que Romero encarna para mí la figura de un guía, de un ejemplo en la poesía, de un maestro. Sin embargo, no quiero ser yo quien presente su palabra y persona. Prefiero ceder la voz a Álvaro Mutis cuando dice que
[E]sta poesía de Armando Romero no tiene antecedente en ninguna escuela o grupo conocidos. Yo no le encuentro esas raíces, esos rastros que denuncian presencias ajenas, visiones retomadas, condición por cierto nada peyorativa siempre que esas presencias y esas visiones sean grandes y valederas. Yo encuentro en la poesía de Romero un acercarse, un palpar y narrar, luego, un mundo que le es esencial y sólo compartible a través de la delgada rendija de sus poemas. Qué envidiable y qué terrible condición es ésta. No creo que esta poesía goce —o padezca, según se mire— lo que suele llamarse una gran difusión, una cierta popularidad. Son poemas escritos sólo para poetas, son como agua que una noria febril devolviera a su cauce primitivo.
Debo disentir con una parte de con esta opinión: aunque entiendo la motivación de ese pensamiento, no creo que la poesía de Armando Romero —no toda, al menos— sea solamente para poetas, no me lo parece. Comulgo algo más con la opinión de Gonzalo Rojas sobre otro libro del maestro:
«Libros que se leen una vez y ya al cerrarlos los damos por leídos, y libros que se están leyendo siempre. Es lo que me ha ocurrido con este A rienda suelta, al que le sale luz por todas partes, del poeta Armando Romero. No bien llegó a mis ojos el manuscrito, ya no pude soltarlo. Rehallazgo animal, si es dable decir, de esa América fresca que discurre en cada una de estas páginas. No es que otras piezas líricas suyas como El poeta de vidrio y la versión conjuntaDel aire a la mano no resplandezcan con luz propia ni que desoiga aquí el portento de su narrativa ni —menos aún— su sistema crítico que llega al alumbramiento, pero esta construcción aérea y diamantina me toca de modo singular. Zumbido imaginario y zumbido real cortan y abren el juego con tal dominio en el oficio mayor que uno llega al encantamiento con participación mágica y todo hasta registrar con seso propio lo huidizo y permanente conforme a la mención de Sánchez Peláez. Si alguien anda todavía pidiendo imaginación para descifrar el mundo, aquí fluye a raudales desde un tratamiento del vértigo temporal que va más allá de los trabajos y los días».
Ahora sí: la de Romero es una poesía compleja, basada en la imaginación y elaborada con pleno dominio del oficio. Es, también, una poesía difícil de clasificar atendiendo a los movimientos poéticos latinoamericanos: es un poeta mayor. No creo necesario, luego de la opinión de Rojas y de Mutis, abundar más sobre este punto, y me dispongo a citar algunos datos biográficos.
Armando Romero nació en Cali, Colombia, en 1944, donde perteneció al grupo inicial del Nadaísmo. Viajó y residió en varios países de América y Europa, para después doctorarse en literatura latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh, en Estados Unidos. Es autor de varios libros de poesía como Los móviles del sueño(1976); El poeta de vidrio (1976) y A rienda suelta (1991), libros de ensayo como El Nadaísmo o la búsqueda de una vanguardia(1988) y Gente de pluma (1989), libros de cuento como El demonio y su mano (1975) y La esquina del movimiento (1992), y de varias novelas entre las que destacan La piel por la piel (1997) y La rueda de Chicago (2004), con la que fue finalista del concurso Clarín de novela en Buenos Aires y obtuvo el Latin American Book award de la feria del libro en Nueva York. En el 2009 la Universidad de Atenas, Grecia, le otorgó el título de Doctor Honoris Causa. Actualmente es Charles Phelps Taft Professor en el departamento de Lenguas y literaturas romances de la Universidad de Cincinnati.
Escuchemos, pues, a Armando Romero.
MI Poeta, cuentista, novelista, profesor y crítico, eres una persona que vive todo el tiempo pensando en literatura. ¿Dónde y cuándo empieza esto, cuando fue que se volvieron una misma cosa?
AR. Para mí la literatura, la poesía que exhala, es mi alimento diario. No concibo mis días sin ese ir de las palabras a la acción, de la reflexión a su juego con el lenguaje, sin la apasionante realidad de ver surgir de la nada esos seres de palabras que nos habitan, que gravitan a nuestro alrededor. Todo mi ejercicio como escritor, como crítico, está interconectado por una misma necesidad vital, la cual encuentra su destino, su ser, en el retozo de las palabras. Todo esto viene a mí desde niño, desde que descubrí que las palabras se pueden aislar de sus referentes, que pueden volar por entre las paredes de un cuarto, o esconderse bajo las sábanas.
MI Hablas de tu infancia. ¿Fue tu casa una casa llena de libros? ¿Cuál fue tu contacto inicial con la literatura y cómo te descubriste poeta?
AR No hay libros en mi niñez, excepto los de la escuela. Yo vengo de una familia de clase media baja, no había dinero para libros. Sólo sobrevivir. La única lectura posible era la realidad, la cual estaba poblada de hormigas y de avispas. Ellas me permitían escribir mis cuentos y poemas en el aire, en la tierra, por los agujeros del patio. Lo literario era el periódico que mi padre leía, la radio que pasaba las aventuras de Chan-Li-Po. Mi contacto con la escritura se hace leyendo primero novelas de vaqueros, de Marcial Lafuente Estefanía, si mal no recuerdo. Mi padre nos leía a los poetas románticos colombianos, Julio Flores principalmente. La literatura propiamente dicha la descubro gracias a mi hermano, quien me habló de lo nadaístas, de los suplementos literarios de los periódicos de Bogotá, y me regaló un libro de Sartre. Tenía yo 14 o 15 años en ese entonces, pero ya sabía que quería ser escritor.
MI Hablando del nadaísmo, quizá la última vanguardia poética en América Latina, ¿cuál fue tu participación en ello, y cómo afectó esta experiencia en tu obra literaria? Más importante, ¿cómo se ve eso, según tú mismo, en tu obra?
AR Mucho tengo que agradecer a mis amigos nadaístas, especialmente a Jaime Jaramillo Escobar, a Jotamario Arbeláez y a Alfredo Sánchez. Ellos me ayudaron a encontrar un camino literario que de otra manera hubiera sido imposible para mí. Sin embargo, mi participación en el grupo no es muy intensa, por lo contrario, mi naturaleza reservada, introspectiva, me lleva en esos años a ver con cierta distancia lo que hace el nadaísmo. Muchos de ellos no me consideraron o consideran nadaísta y yo estoy de acuerdo, pero también estoy de acuerdo con Jotamario quien sostiene lo contrario. ¿Por qué? La respuesta está en mi exilio del país cuando tengo 23 años. Mi pasado colombiano queda abierto para la interpretación de los que me quieren a su lado y los que no. Entonces si bien mi infancia literaria es nadaísta, no lo es mi vida independiente, de viajero por América y el mundo. Ahora bien, el nadaísmo nunca fue una escuela o corriente literaria, fue una vanguardia vitalista, de protesta. Entonces no hay una retórica a seguir, como sí la hubo en vanguardias como el creacionismo, el ultraísmo, el surrealismo, etc. Nos une un aire de época. Cierta narratividad en el poema, poetización de la prosa, humor, ironía. Pero esto es común a muchos escritores y no define una posición vanguardista determinada. Como ves, yo me hago solo luego de salir de Colombia pero mis poemas de El poeta de vidrio son de los años de juventud, cuando estoy cerca de los nadaístas. Tal vez ser nadaísta es no serlo, podría ser la conclusión.
MI Aquí llegamos a algo que me interesa mucho de tu obra poética: no me pareces un poeta colombiano sino un poeta latinoamericano, y más allá, un poeta en lengua española, que tampoco se debe exclusivamente a ella. Sé que todo poeta lo es para la poesía y que todos leen poesía en otras lenguas. Sin embargo, acaso por tu situación vital y por tus extensas lecturas de la tradición americana, francesa y griega contemporánea sobre todo, tradiciones que has incorporado tanto como la propia, en tu poesía es difícil seguir un rastro colombiano. Es difícil situar tu poesía en términos nacionales. ¿Qué opinas tú al respecto? ¿Cómo te sitúas?
AR Borges decía en uno de sus cuentos que ser colombiano era un acto de fe. Yo me reconozco, con cierta sorpresa, poeta colombiano cuando estoy en las antologías, no todas las veces por supuesto, y en la grata compañía de poetas que quiero. Tal vez hay en mí algo diferente de la retórica común en la poesía colombiana. Y con esto no quiero decir algo peyorativo. Mi hacer poético tiene muchas vertientes y está muy contaminado de mis viajes, de mis lecturas, de otras literaturas que a veces no son el común de la lectura y de las presencias en mis compatriotas. Yo no soy un poeta fácil de determinar geográficamente, en un sentido literario propio, porque en mi poesía hay muchas voces, tanto que a veces pienso en los secretos heterónimos que me habitan. Mis amigos poetas se desconciertan cuando publico un libro, ya que no cumple con lo esperado en cuanto a seguir una línea. La poesía para mí es un viaje, y no siempre visita el mismo sitio.
MI Llegado este punto me interesa hablar de tus amigos poetas y de la manera en que compartes con ellos la vida y la literatura desde tu situación geográfica y vital que te distancia, sin lograr alejarte, de muchos de ellos. Para ti, creo, la amistad y la poesía están íntimamente unidas. Metiéndote en problemas te pregunto, ¿qué amistades recuerdas, quienes han sido tus amigos y además tus mentores, qué te ha dado esa fraternidad con los poetas de generaciones diversas?
AR. La amistad, el afecto por los otros, es algo fundamental para mí. No creo que pudiera vivir sin sentir que estoy cerca de seres queridos, pasados y presentes. Y de cierto, la poesía como un hecho vital está ligada al amor, al cariño, a la solidaridad. Tal vez por esto soy un político pésimo, un desastre dentro del mundo de las relaciones públicas, donde los valores de la amistad no aparecen más que como conveniencia. Más allá de las fronteras de lo fraternal por familia, mi amistad con algunos de los poetas nadaístas fue y es muy importante para mí. Hablo de Jotamario Arbeláez, de Jaime Jaramillo Escobar, de Alfredo Sánchez. En el campo de la literatura colombiana los poetas cercanos a la revista Mito han sido o fueron mis amigos durante largo tiempo: Alvaro Mutis, Fernando Charry Lara, Fernando Arbeláez. Ya fuera de Colombia el mundo se expande y desde Venezuela, donde Juan Sánchez Peláez y Juan Calzadilla, hasta Arturo Gutiérrez Plaza, son muestra de muchos poetas queridos. Gran suerte tuve al conocer en Grecia al poeta mexicano Hugo Gutiérrez Vega, excelente amigo y poeta. También en México Juan Bañuelos, Margarito Cuéllar, y tantos otros han acompañado mi vida en amistad y poesía. Chile y Gonzalo Rojas y Pedro Lastra, Argentina y Edgar Bayley y Raul Gustavo Aguirre y Francisco Madariaga, Uruguay y Eduardo Espina, y Ecuador y mis poetas hermanos tzántzicos, y así, el número se extiende y me regocija. Imposible citar a todos los amigos que quiero, que han sido fundamentales en mi vida. Tengo sí que recordar a Claudio Cinti en Venecia, a Tassos Denegri y Agathi Dimitrouka y a Ethimia Pandis-Pavlakis en Grecia. A todos ellos algo debo, pero lo más hermoso es sentir que palpitamos antes y siempre por lo mismo: el encanto y el misterio de la poesía. Trabajo en un libro con mis memorias: allí iré a saludar y a festejar a todos los seres queridos.
MI Acaso supliendo la posibilidad geográfica, la poesía es el territorio en que compartes y conversas con amigos poetas. Sin embargo hay algo más, de regreso a la geografía: tu vida en Cincinnati, ser profesor en una universidad que tiene un claro carisma creativo, y a la cual acuden jóvenes poetas de varias partes de Latinoamérica y de España, te da la oportunidad de estar en contacto con lectores jóvenes de tu obra, que además acuden a ti por consejo. Sin centrarnos en los poetas cercanos ¿qué le dice, que aconseja Armando Romero a los jóvenes poetas actuales?
AR Hoy en día se torna muy difícil hablar, aconsejar a los poetas jóvenes, sin correr el riesgo de estar guiándolos presuntuosamente por un camino que los retraiga a Rilke y no los lleve al ciberespacio. ¿Dónde estamos, dónde está la poesía? Para mí está en el mismo sitio donde estuvo desde Homero, desde que Safo se sentó en una piedra. Entonces lo que puedo decir no quiere repetir la idea del poema como algo que no traiciona la verdad. Todo poema bueno sigue ese camino. Lo que me preocupa está ligado a la humildad y a la devoción, al gozo y a la exaltación. La poesía nunca corrió una carrera de automóviles, así Marinetti trate de contradecirlo. La poesía es postmoderna porque está antes de la Edad Media, y es renacentista porque se sale del círculo clásico de las vanguardias. Es lo que es antes de serlo, y después. El poeta debe saber encontrar en esto las similitudes y las diferencias.
MI Quiero regresar a tu poesía para preguntarte por ciertos rasgos que me parecen fundamentales y característicos de ella. Lo primero es algo que has declarado muchas veces: un gusto tuyo por trabajar el poema y dejarle allí sembradas algunas incorrecciones, algún trastoque rítmico, porque el poema como la vida ha de ser imperfecto. Tu aliento, aún en tus poemas más líricos, tiene algo de telúrico, de poema de cristal que quiere ser de piedra. ¿De dónde sale esta estética de la imperfección?
AR Si una se tropieza todos los días con los objetos, con las personas, ¿por qué no podemos reconocer que también nos tropezamos con las palabras? Pero yo no busco la imperfección como una estética, ella es resultado de mi ser poeta, si así lo puedo decir. La imperfección se me impone como una marca de ser real. Yo admiro a los poetas perfectos, a aquellos que valeryanamente administran las palabras en dosis medidas, no importa el verso libre o la rima. Darío era un poeta de la perfección pero no así Góngora, afirman algunos. ¿Quién es más perfecto Lezama Lima u Octavio Paz? La perfección en Sor Juana se llamaba Quevedo, y éste se sabía imperfecto, de naturaleza al menos. Tal vez todos los poetas son perfectos hasta que los miras con la lupa de Baudelaire. También habría que hablar de la libertad que hay al saber uno que no es un gran poeta, perfecto.
MI Todavía sobre tu poesía quiero preguntarte por tres símbolos muy tuyos, constantemente repetidos a lo largo de tu obra: El monje, el monte, y el rinoceronte. ¿Qué representan y de dónde salen?
AR. Es interesante que estos tres “juguetes” de mi infancia hayan sobrevivido a mis años de escritor, acompañándome siempre. Obviamente que son símbolos literarios, que aparecieron en el juego de paranomasia de monte y monje, y por encanto con lo absurdo de encontrar en un cielorraso de una casa colonial de Tunja, ciudad andina colombiana, un techo poblado de rinocerontes a la manera de Durero, invitados allí por Ionesco. Pero van más allá, se enredan con mis sueños, con mis azares fortuitos. De una manera continúan apareciendo, atrayéndome con su fascinante simetría o desproporción. Compiten en mí con otra obsesión: los insectos, los cuales plagan mi obra narrativa. Hay tanto misterio en esto de escribir, porque las palabras conjugan imaginación y realidad constantemente.
MI Quiero terminar esta entrevista con una pregunta obvia, y no por ello poco reveladora, en su respuesta: ¿Qué le dirías a un lector posible de tu obra, si pudieras darle un mensaje?
AR. Le diría que me gustaría que fuera un compañero de viaje.
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Poemas de Armando Romero


EL ÁRBOL DIGITAL



Era un hombre al que le habían enterrado su mano derecha
Pasaba sus días metido en una pieza vacía
Donde se sentaba
Los pies contra el ángulo superior de la ventana
Y su mano izquierda sosteniendo un ojo de buey
Por el cual los rinocerontes
Ensartaban su cuerno
Y hacían brillar su corteza metálica
Le habla dado por ser poeta
Y se pasaba todo el tiempo hablando de la guerra
De tal manera
Que había descuidado su mano derecha
Esta creció lenta y furiosamente
Y sin que él se diera cuenta
Atravesó el mundo de lado a lado
Cuando los niños de la parte norte de Sumatra
Vieron aparecer un árbol sin hojas y sin frutos
Corrieron espantados a llamar a sus padres
Estos vinieron con sus gruesas espadas
Y cortaron el árbol de raíz
Un líquido blanco lechoso salió de la corteza tronchada
Desde ese entonces
El hombre como un poeta
Siente un dolor terrible
Agudo
En un sitio del cuerpo que no puede determinar



LAS DOS PALABRAS

Un Monte es un Monje parado sobre su cabeza
Un Monje es un Monte sentado sobre sus pies
Monte y Monje
Son la misma cosa
El Monte con su cabellera de fuente de lodo
El Monje como un siluro dando coletazos al aire
No hay un Monte que no haya cabalgado sobre un Monje
No hay un Monje que no haya arrancado de raíces un Monte
Los Monjes se dan silvestres
Oran como relojes de péndulo
A garrotazos
Silvosos como una misa en la calle pelada
Un Monte que grita
Es un Monte que calla
El Monje corta el Monte con una cuchilla
El Monte desgarra el Monje con un serrucho
Hay que hablar bien para que todo quede claro


BRISA

El sólo movimiento de una hoja en el limonero puso en actividad toda la casa.
A ras de suelo un leve humo disipó sus sombras y dejó al descubierto el dulce
ladrillo de los antepasados
El antiguo fantasmero de caoba fue puras risas entrecortadas y pasos blandos
como guantes
Las vigas en el techo y el soporte de las arañas temblaron como una trapecista
en celo de tendones
-Apagada estaba ya la vela en el altar contra el rincón y no se movía-
Al borde y al centro de una pantalla de adobe habían ahora puertas y ventanas
en vaivenes de secos golpes y monótonos
Paso tuvo el sol que quedaba restando y sumando por los postigos y los portillos
En la fragilidad de sus lazos y la corredera del hilambre la hamaca dijo sí o dijo no
Corrió veloz la mariposa única hasta el escaño deshuesado y sólido que esperaba
en el corredor
Y desde allí la ahumada cocina hizo leve muestreo de rescoldos y cenizas
Viejas ollas en depósito de sentencias y perfumes
Desierto de áridos granos y legumbres florecidas
Leña ya en el musgo y el renacimiento de las parásitas
Tardo hueco del fogón y su encanto
Platos y tazas desportillados por un constante repique de los usos
Pocillos en la pared como una interrogación colgando
Por el patio donde se desvanecía el acento trinitario y el punto aparte de las
gallinas caminó como un murmullo que no era sino roce y frotación de pieles
desnudas por la hierba
El cielo se sostenía en un meridiano preciso que era una nube gris y muchas
blancas más azul
Fue solo un múltiple movimiento de pies como las hojas cortadas del plátano
Un sólo movimiento en esa tarde
Pero al detenerse el limonero
Todo en aquel sitio continuó como antes




Wednesday, November 10, 2010

No soporto su amor





Óigame usted, bellísima, ¿no le da vergüenza? Es evidente que una luz tan cínica no debe tolerarse por decoro, por buen gusto. De hoy para siempre, procure ser prudentemente fea, carnal hasta en el fuego….verosímil.
Ande. Camine con el peso de unos muslos que son muslos, piernas, hueso. Nada más. Ensúciese las plantas y desista de su eterno. Entienda de una vez que las bellezas no mortíferas tampoco se marchitan y —a diferencia de la suya— no resultan espectáculo grotesco. Hable. Defienda algo intrascendente y equivóquese. Eleve una voz ríspida para una canción cursi. Desentone. Arrójese a las calles y camiones apretados. Déjese tocar pero también moléstese. Disfrute al cometer las más idiotas faltas. Ría —brutamente— de lo abyecto. Acceda si le pido que hagamos el amor
y que además, le guste.


(Texto publicado en la Revista Tierra Adentro No 160, en homenaje a Eduardo Lizalde, por sus 80 años)

Monday, September 27, 2010

Leer desde otros ojos o Escritura conquistada: Conversaciones con poetas de Latinoamérica, por Floriano Martins


Tomado de: Revista Isla Negra


En una conversación, sin duda, aprende más quien más guarda silencio. Privilegiado aquél que escucha a los que saben y que más tarde participará, de algún modo, en ese diálogo. Tal es como concibo la labor de un lector.
El libro que ahora reseño es, precisamente, una invitación al ejercicio de escuchar a los que saben platicando sus misterios. Así, escuchando atentamente, sabemos cómo el poeta ha conquistado su palabra, y por ello hemos nosotros, los lectores, conquistado alguna luz en esa bruma que no es la biografía pero tampoco el texto: nos hemos adentrado en el misterio. Y es que Escritura conquistada (2009) es, a final de cuentas, un libro para saber cómo alguien leyó.
Editado por la Fundación editorial El Perro y la Rana, y el Ministerio del Poder Popular para la Cultura de Venezuela, Escritura conquistada se extiende hasta ser dos volúmenes de conversaciones sostenidas por el poeta brasileño Floriano Martins con varios poetas de generaciones diversas, a lo largo y ancho de Latinoamérica.
No deja de ser interesante que sea un poeta en lengua portuguesa quien se lance a esta nada modesta empresa. Conocedor profundo de la poesía latinoamericana, Floriano Martins transita de un rincón a otro de la lengua española en América siendo siempre un invitado con el privilegio de quien ve las cosas desde fuera: la perspectiva. En su país, Brasil, también incluido en el texto que ahora trato —inclusión que es en sí misma una llamada de atención para aquellos que al hablar de literatura latinoamericana se olvidan de nuestro lusófono vecino— su posición histórica y personal es distinta, pues esa es la tradición en la que ha nacido y se desenvuelve. Su voz allí situada es una voz que, aunque alejada en el ejercicio de interlocutor, habla desde dentro, haciendo de otro modo interesante el diálogo.
Pensando de nuevo en Brasil y su tradición literaria, no es casual que la primera conversación con un poeta brasileño—José Santiago Naud— se titule precisamente Rostros de nuestra americanidad. Tal es, yo creo, una de las más fecundas posibilidades de Escritura conquistada, al menos para los lectores hispanohablantes: hacernos ver desde fuera las tradiciones propias y, desde dentro, la que habremos de apropiar. Digo esto para invitar al lector a seguir la pista de la poesía brasileña e incorporarla, como Martins ha hecho con casi todos los otros países del continente, a su noción de poesía latinoamericana.
Mencionar parte de la nómina de poetas reunidos vale la pena, pues da cuenta de la importancia de la publicación. Menciono algunos: Francisco Madariaga y Susana Giraudo (Argentina), Eduardo Mitre (Bolivia), Roberto Piva y Claudio Willer (Brasil), Fernando Charry Lara y Armando Romero (Colombia), Enrique Gómez-Correa y Pedro Lastra (Chile), Pablo Antonio Cuadra (Nicaragua), Gerardo Deniz (México), Carlos Germán Belli y Javier Sologuren (Perú), Eugenio Montejo y Juan Calzadilla (Venezuela) etc. Aunque apuntando a veces en direcciones distintas, el magisterio de los interlocutores no se agota.
Más de 50 autores de 20 distintos países, generaciones, tendencias y estilos se reúnen en Escritura conquistada. Como es de esperarse son profusos los cruzamientos, contrapuntos, intertextualidades y relaciones personales tendidas de una página a las demás, obligando al lector a darse cuenta de que la poesía latinoamericana no puede ser vista como un archipiélago. El diálogo establecido con los poetas (todos ellos centrales en cada una de sus tradiciones) es siempre un hilo que, suficiente en sí mismo, no deja de ser parte de una red mayor.
Un ejemplo es lo que el poeta chileno Enrique Gómez-Correa (1915-1995) —figura central para entender el surrealismo en Latinoamérica— dice acerca del grupo Mandrágora y su relación con otros grupos dentro y fuera de Latinoamérica:
El grupo Mandrágora tuvo desde sus inicios muy buenas relaciones con los surrealistas franceses, belgas, españoles, holandeses, ingleses, suecos, alemanes, yugoslavos y de los países sudamericanos como Argentina (Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Julio Llinás, Raúl Gustavo Aguirre); Perú (César Moro, Méndez Dorich, Westphalen); Venezuela (Juan Sánchez Peláez); países centroamericanos (el grupo dominicana de “La poesía sorprendida” que fue, en cierto modo una proyección de la Mandrágora gracias al escritor y poeta chileno Alberto Baeza Flores). Igualmente en Cuba (Lam), Haití y La Martinica. Hasta hoy mantengo correspondencia con los poetas colombianos Oscar González y Raúl Henao (Medellín). También estos lazos se han mantenido con los surrealistas estadunidenses (en Chicago Franklin Rosemont como antes con Man Ray) y de Canadá a través de nuestro amigo el poeta y artista Ludwig Zeller. Otro tanto con respecto de México.
¿Cómo, después de una declaración así en un libro como éste, seguir pensando que las poesías nacionales son solamente eso? El libro sin embargo va más lejos y se adentra en las poéticas de los autores, en lo que ellos piensan de la poesía y la labor del poeta en el mundo, y en ese abierto campo surgen fértiles paralelismos y fecundas oposiciones. Se termina con ello, de una vez por todas, de desdibujar la distancia mientras que se delinea claramente la silueta de cada poeta, de cada tradición: las fronteras se transforman en contornos.
Para quienes aman la literatura latinoamericana, Escritura conquistada es un libro interesante. Para quienes aman su poesía es un libro necesario, porque invita a callar para escuchar cómo alguien, quien más sabe, alguna vez leyó.

Sunday, September 19, 2010

Sentarse más cerca: Conversaciones con Enrique Lihn, por Pedro Lastra




Manuel Iris

Tomado de: Replicante





Y elocuente y lacónico uno y otro,
aquí en letras de molde quedarán
ambos grandes de acuerdo a su manera.
Carlos Germán Belli, En alabanza de Lastra y Lihn


A pesar de que no es la costumbre, quiero iniciar la presente reseña platicando un anécdota personal: hace un par de años, luego de un homenaje a su persona en la universidad de Pittsburg, y apenas un par de horas después de haberlo yo conocido, Pedro Lastra y otros poetas amigos suyos terminaron por tomarse un café. Yo, amigo de uno de los poetas, asistí al sitio de encuentro y estaba por tomar una silla un tanto lejana cuando Pedro Lastra me dijo —a mí, un estudiante reciente del doctorado, nada más—: “siéntate cerca, Manuel, para que escuches”. Tal fue el modo en que entendí el valor de una conversación que se da como un abrazo, y fue también la manera en que observé, por vez primera, la generosidad intelectual de uno de los interlocutores del libro que ahora reseño, y que es precisamente un libro de conversaciones, ahora entre Pedro Lastra y Enrique Lihn.
Sin duda ha sido esa misma generosidad la que ha hecho nacer la idea de crear un libro que es también una ventana a la amistad y conversaciones entre dos poetas fundamentales de la literatura chilena contemporánea. Digo esto porque si bien el libro busca y logra centrarse en la opinión de Lihn, termina siendo testimonio de la dialéctica entre dos mentes que conciben la poesía de distintas pero adyacentes, dialogantes formas. Además es un libro que, partiendo de ese intercambio entre Lastra y Lihn termina por esclarecer, de alguna manera, los diálogos que cada uno de estos poetas establece con la literatura y la vida.
Creo que la conversación trasciende a la entrevista por ser un género necesariamente personal, íntimo. Para ser verdadera, una conversación debe ser realizada entre amigos, enemigos o cómplices que no siempre están de acuerdo y que no pueden, como en todo intercambio verdadero, elaborar una coreografía verbal concertada desde antes, por mucho que se discurra sobre un tema específico. El diálogo no es, sino sucede.
Las páginas del libro que ahora reseño son, delante del lector, la realización de un diálogo erudito y todavía sabroso, natural. Las Conversaciones con Enrique Lihn, editadas por tercera vez, ahora por la Editorial Universitaria (Santiago de Chile) —luego de una primera edición mexicana (Xalapa, Veracruz 1980), y una segunda edición chilena (Santiago 1990)—, evidencian que los interlocutores se admiran y respetan mutuamente, al tiempo que tácitamente señala sus encontradas, a veces radicalmente, opiniones.
La lectura de estas conversaciones no solamente ayuda a saber cómo alguien escribió o vivió, sino también nos acerca a eso otro, tan caro para quien admira el pensamiento literario: cómo alguien leyó. Acaso sin querer Lastra y Lihn hacen un recuento de sus lecturas que, como catálogo, es impresionante pero podría no significar sino vastedad enciclopédica. Lo interesante, lo valioso es saber cómo han leído, porque en ese cómo está su aporte. Esa posibilidad de asomarnos a su cómo leer sin que sea el punto central de la conversación, es una de las más salientes virtudes del libro.
Acaso por tratarse de un volumen que busca fijar algo esencialmente efímero, las Conversaciones con Enrique Lihn se nos presentan ordenadas en diversos apartados, cuidando que el lector no se quede atrás en esta charla que avanza con su propio ritmo. El texto empieza con la llamada “Historia del método”, suerte de prólogo escrito a dos manos entre Pedro Lastra y Enrique Lihn, que explica no sólo la manera en que estos diálogos sucedieron sino la manera en que el libro ha sido concebido, escrito y ordenado. Como seguirá siendo hasta el final, esta obertura tiene un aire familiar y amistoso, y por ello el lector no puede sino sentirse testigo de una plática entre dos viejos amigos que lo comparten todo, o que comparten la poesía, que para ellos es todo.
Las siguientes secciones pretenden hablar sobre temas específicos siendo la verdad que, como en cualquier conversación, estos temas serán el punto de partida o de regreso hacia y desde varios otros senderos tocados tangencialmente.
Las primeras secciones tratan acerca de la vida y poesía de Enrique Lihn. Luego se habla de literatura en general. De estas otras partes una, titulada Borges: gran poeta y simple versificador, me llama poderosamente la atención no solamente porque soy un admirador confeso de la poesía borgiana, sino por el tono extremadamente natural, verdadero del diálogo que allí se presenta.
Antes de poner una cita que ejemplifique lo que menciono, digo cuales son los dos bandos enfrentados en este momento del libro: Pedro Lastra, mesurado y lacónico, valora y defiende la poesía de Borges frente a un Enrique Lihn elocuente y vivaz, que la desprecia. Parte del diálogo va así:

E.L. […] Decir que Borges no convence como poeta ha sido considerado una herejía, y yo he tenido discusiones amargas con algún amigo que defendía al Borges poeta autor de versos.
P.L. Entremos, pues, en esa materia. Hay poemas suyos que me atraen particularmente y que me llevan a valorar ciertos aspectos de Borges como poeta. Vamos a ver como se ordena esta defensa parcial, sí, pero dentro de esa parcialidad yo quiero hablar con algún fervor…
[…]
Encuentro allí un registro de ciertas virtualidades de la experiencia, literaria y no literaria, capaz de provocar resonancias en el tipo de lector que soy yo; un lector inclinado, por ejemplo, al disfrute de ciertas felicidades verbales, atento a las alusiones, a la exactitud de los desplazamientos del orden de la hipálage, a la proyección de las significaciones lograda en la más exigente condensación. Estas virtudes aparecen también en su prosa, pero sobre mí ejercen una atracción particular cuando aparecen en ese otro espacio regido por la medida y el ritmo.
[…]
E.L. Bueno, creo que estás haciendo un elogio muy peligroso para Borges el poeta; porque lo que nosotros debemos preguntarnos —y tú has dado una respuesta negativa—es hasta qué punto es legítimo y pertinente situar a Borges junto a los llamados fundadores de la poesía hispanoamericana moderna: Vicente Huidobro, Vallejo, Neruda y otros…yo pondría allí a la Mistral.
La discusión termina unas páginas después y los bandos siguen siendo los mismos. Los dos poetas toman postura y la defienden con afecto y profundísimo respeto. Nada pierde la amistad en ese desencuentro, y mucho gana el lector.
Para terminar esta reseña que es también una declaración de mi alegría por la re-edición de este libro personalísimo, quiero decir que, aunque centradas en la figura de Lihn, las conversaciones que ahora comento dan al lector la oportunidad de estar allí, en el silencio de ese que se sienta cerca en una mesa, para escuchar hablar a dos poetas que saben de su oficio y sus secretos.
Por supuesto, los lectores de Enrique Lihn verán en este libro un tesoro invaluable, puesto que abre una ventana hacia el espacio interno, ése que no es la biografía pero tampoco el texto inmanente, de este poeta fundamental. En general, guiadas por Pedro Lastra las Conversaciones con Enrique Lihn son una invitación abierta para acercar la silla. Son un acto de generosidad.

Ramón López Velarde en Grecia


Manuel Iris
Tomado de: Replicante

Al menos en México, a nadie sorprende escuchar que Ramón López Velarde es una figura central en la poesía mexicana y/o latinoamericana. Reconocerlo (no tanto leerlo) es un lugar común. Los mayores y los jóvenes lectores se acercan a la figura del zacatecano y mucho se habla de su Baudelaire, su alta estirpe poética y su naturaleza contradictoria: religioso y profano, provinciano y citadino, popular y culto. Además, como suele sucederle a las figuras de esas dimensiones, su leyenda es conocida: atraen al público su vida debatida entre el amor y la culpa, la creación-vivencia de Fuensanta, su doloroso catolicismo y esa prematura muerte que legó a la tradición una inacabada y todavía luminosa obra. Por supuesto, Suave patria es todavía un poema fundamental para quien intenta acercarse al quehacer literario mexicano del siglo XX. Lo digo una vez más para después abandonar el punto: López Velarde, en México, es un poeta central.
Sin embargo, y es una lástima, es poco común escuchar hablar de López Velarde fuera de los círculos poéticos mexicanos. A pesar de las declaraciones de Octavio Paz en Cuadrivio, en las que posiciona a López Velarde como uno de los incitadores de la poesía moderna, y de varios otros esfuerzos recientes emprendidos por diversas personas e instituciones, López Velarde no ocupa el lugar que habría de corresponderle a nivel latinoamericano o en lengua española. Comentada a veces, su obra no es leída fuera de México salvo por pocos eruditos y entendidos. Más allá de la lengua, como es de esperar, su presencia es todavía más difusa. Son contadas son sus traducciones, y casi inexistentes sus lectores.
Por ello, la aparición en Grecia de Suave Patria, antología bilingüe griego-español de poemas de Ramón López Velarde, en traducción del poeta griego Rigas Kappatos es una noticia que no debemos dejar de celebrar. Publicada con sustento del Programa de apoyo a la traducción de obras mexicanas a lenguas extrajeras (ProTrad) de México, la antología es preparada y prologada por el traductor y por el delicado poeta chileno Pedro Lastra quien es, para más señas, uno de los mayores conocedores de la poesía latinoamericana contemporánea, y una de sus voces más claras. La participación de Lastra es ya una garantía del trabajo. La selección de poemas ha corrido a su cargo.
Con este libro la editorial Ekath refrenda su intención de ser un puente entre la poesía iberoamericana y Grecia. Sin ser un caso aislado, el volumen que ahora reseño coloca a Ramón López Velarde junto con Antonio Machado, Roberto Fernández Retamar, Nicanor Parra, Gabriela Mistral, Oscar Hahn y Federico García Lorca, por mencionar algunos de los poetas de distintos momentos y países que han sido traducidos y publicados, en la misma colección. No quiero obviar el hecho de que todas esas traducciones han sido hechas exclusivamente por Rigas Kappatos, quien demuestra con esta labor un afecto poco usual (por activo) hacia la poesía iberoamericana del siglo XX.
La selección de Pedro Lastra delata una clara intención que no puede dejar de mencionarse: mostrar al poeta personal por encima del poeta “nacional”, al tiempo que se muestra al poeta “vivo”. Me explico lentamente: para lograr la totalidad de sus 31 textos recogidos, la antología toma algunos poemas primeros personalísimos como “Volver” o “El adiós”, para luego dar un enorme espacio a poemas de La sangre devota (1916) como son “Mi prima Agueda” y “Hermana hazme llorar”, y de Zozobra (1919), como “El retorno maléfico” o “Las hormigas”, siendo precisamente el poema Suave Patria, publicado en 1921, el único poema incluido en la antología de los que más tarde formarían parte de libro póstumo Son del corazón (1932).
Así, la antología presentada por Lastra y Kapattos muestra solamente al López Velarde publicado en vida (el poeta falleció en 1921), y volcado sobre sí. La antología se cierra en el poema más representativo de su obra, y en el año de la muerte del poeta.
Pudieran muchos lectores extrañar otros textos, sí, pero eso no hace menos inteligente ni seductora la propuesta de presentar un López Velarde vivo que se acaba (quiero decir, que fallece) precisamente en el momento en que empezaba a convertirse en esa abstracción que es ser “poeta nacional”. Sobre esto último, Octavio Paz ha dicho en pocas palabras lo que acaso es una gran verdad: No sé si lo sea, sé que no quiso serlo. La antología de Lastra y Kappatos parece respetar esta idea y querer mostrarnos no el poeta que ahora es López Velarde, sino ése que en su momento fue. Así, la antología termina precisamente donde comenzó la leyenda literaria que hoy alimenta el murmullo literario en México.
No me parece aventurado decir que esta visión de la poesía velardiana tenía que venir de un poeta capaz de disociar al poeta de la poesía Mexicana y sus actuales leyendas y tendencias de relectura, para luego incluirla en el orbe de la lengua y de la poesía universal.
No temo en afirmar que para lograr lo anterior ha tenido que ser un poeta no-mexicano quien señale ese López Velarde de a pie, literalmente vivo, un poeta de sí mismo y no de una patria. A final de cuentas creo que la patria de López Velarde es la de todos los humanos, porque López Velarde es un hombre universal. Por ello cuando canta México su poema no es “patriótico” sino una exploración de historia interna, un sentir personal que encuentra en su país, en la gente y en el clima y en la historia y el color de su país, una identidad que se abre a lo humano. La selección de Pedro Lastra, impecable, sensible lector, muestra eso y con ello entrega al público griego un López Velarde acompañado solamente de sí mismo.
No es poca cosa ese esfuerzo que ha significado elaborar esta antología, ni la importancia de poner alguna luz sobre la obra de este autor fundamental en Latinoamérica. Creo atinadísimo poner atención, en medio de una época en la que lo “actual” acapara todos los mercados, a un poeta que, nacido el año de la publicación de Azul, sería uno de los primeros en dar definitivos pasos hacia una renovación de la palabra poética en lengua española. Celebremos, pues, el suave caminar de Ramón López Velarde por una patria que no es la suya.

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