Cuando escribo estas líneas hago inventario de alegrías y amistad compartida, ya desde hace tiempo, con mucha gente a la que ahora, en el día a día, no tengo oportunidad de encontrar. Han cambiado los sitios y las circunstancias. Sin embargo sé que si me encontrara de pronto con esos amigos, podría saludarlos como si apenas ayer nos hubiéramos dado un abrazo, antes o después de platicar.
Este texto, que se va convirtiendo en el
recuerdo de muchas amistades, quiere recordar que hace diez años tuve mi primer
atrevimiento literario en forma de libro: Versos
robados y otros juegos, libro de poesía para niños, cuyos poemas buscan
rescatar la oralidad infantil de las canciones de cuna, los trabalenguas, las
canciones de ronda, y el sonido de algunos poemas igualmente dedicados al
publico infantil, escritos por Nicolás Guillen, García Lorca, Rabindranath Tagore
o Rafael Pombo, que yo leía en esa época.
La historia de este libro, como la de
cualquiera, es doble. La historia interna, digamos, es que para esas fechas mi
hermano más pequeño, del cual me separa una cantidad de años que en ese momento
parecía mucho mayor que ahora, empezaba a hablar y decía cosas que me parecían
infinitamente bellas. Estoy consciente de que hablar de la capacidad poética de
los niños es un lugar común, pero no por ello deja de ser verdad, y en ese
momento era yo no un poeta sino un escuchador: pasaba por el mundo como una
oreja viva, recolectando sonidos, contando sílabas, repitiendo versos que se me
quedaban más por su sonido que por su significado. No he perdido esta debilidad por el aspecto sonoro
del poema pero en aquel momento, empezando en realidad a escribir y a leer, mi
oído lo era prácticamente todo y la oralidad, la literatura oral, era para mí
el modo más alto de poesía posible: yo quería imitar eso porque pensaba que el
poeta, más que un creador, era el recreador de algo que estaba puesto en el
mundo desde antes. Todas estas creencias no han dejado de parecerme ciertas,
aunque se han matizado a lo largo de la década que separa y une al impetuoso
jovencito que escribió Versos robados,
y a este otro personaje, obsesionado con la lentitud, que ahora lo recuerda.
La historia externa del libro no me
pertenece: fue gracias a Celia Rosado, en la Licenciatura en Literatura Latinoamericana
de la Universidad Autónoma de Yucatán,
que el libro fue escrito y publicado. Ella leyó varios de los primeros
poemas (que tenían la intención de ser
poemas de amor) y me dijo que podrían ser leídos por un público al que no era
común que una persona de la edad que yo tenia, le escribiese. Me dijo que debía
seguir por ese camino, y escribir.
Lo hice con temor, porque pensaba que
darme a conocer con un primer libro de poesía para niños iba a garantizarme,
sin escalas, el ridículo frente los poetas de mi ciudad. Era—lo dije así en su
momento— un suicidio literario. Ahora
mismo, a distancia, me doy cuenta de que la única razón por la que perseguí la
idea de escribir y publicar el libro (cosa que se hizo gracias a una beca del
programa PACMYC, con la justificación del rescate de la literatura oral) fue
una suerte de inercia: no podía no escribirlo, era lo que entonces necesitaba y
lo que me pedía el oído. Yo era un receptor de ritmos, una caja de resonancia,
y ese libro me daba la oportunidad de cantar.
Además, Versos robados era un paso necesario por la luz. Lejos de la poesía melancólica y oscura que
mis contemporáneos escribían, como es normal a esa edad, mi libro era un paseo
por ocasiones alegres. Yo no fui, jamás he sido, un poeta de tristezas. Me obsesionan lo bello y el
amor, el placer. Versos robados fue,
a su manera, un acto de rebeldía: quise no ser triste por programa. Quise ser
yo, y si eso era hablar del sol y de alegría, eso había que hacer.
Al final, luego
de casi dos años de escritura, el libro salió de la imprenta y no había manera
de distribuirlo. Yo no tenia idea de cómo meter un libro a una librería ni de
cómo promocionarlo y, menos aun, venderlo. La figura de Raúl Diego Rivera
Hernández, compañero de la carrera, fue fundamental. Raúl se convirtió en mi manager: arregló entrevistas para mí en
radio, periódicos, revistas y televisión. Logró que el libro se presentase en
muchas escuelas de Mérida y del interior del estado, e incluso perfiló el
carácter social del libro y sus presentaciones: Versos robados se presentaba en escuelas privadas de Mérida, en las
que el libro se vendía, y las ganancias de estas presentaciones costeaban la
posibilidad de ir a comunidades rurales, en las que el libro se regalaba. El
libro era la pieza central de una campaña de fomento de lectura y de rescate de
la tradición oral. Todo esto, sin apoyo de ninguna institución del estado. El
proyecto pudo financiarse por sí mismo gracias a la presencia de otros dos
hermanos, Denis Pech y Darío Cruz, que se dieron a la tarea de musicalizar los
poemas, que más que leídos eran cantados y hasta bailados por los niños, en las
presentaciones. Por supuesto, la idea de que el verso regresara a su primera naturaleza de canción, me parecía natural y
necesario.
Presentamos el
libro en escuelas primarias, casas de la cultura y congresos de estudiantes de
Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Aguascalientes, Chiapas y el DF. Nuestros
amigos cercanos conocen una nutrida colección de anécdotas de estas
presentaciones en que los niños pedían autógrafos hasta en los calcetines, o
como aquella vez en El Cuyo, Yucatán, en
que unos niños no nos dejaron irnos del
pueblo hasta que sacamos los instrumentos del carro (dos guitarras y unos
bongós) para cantarles, de nuevo, la
Canción del gato, que la mañana anterior cantamos tres veces en su salón de
clase. Recuerdo mucho la presentación en el museo de culturas populares del DF,
con un público de niños maravillosos, participativos como pocos, que luego supe
que venían no de una escuela sino de una casa-hogar. No creo mentir si digo que
varias de las más bellas experiencias que he tenido como autor me las ha dado
este primer libro que ha sido, como todo lo primero, el mas imperfecto pero
igual el más honesto de los que he
escrito.
Todas esas presentaciones fueron hechas, me
parece importante repetirlo, sin ayuda de institución alguna. La edición se
acabó en dos años y, gracias a Raúl Diego, la Universidad quiso comprarnos la
segunda edición, que salió con un CD que incluye las versiones musicales de
Denis y Darío, y que conserva las ilustraciones que Edilberto Barrero, hermano
querido que el narrador Juan Esteban Chávez me presentó y cuya amistad, como la
de los otros, es hasta hoy un talismán que guardo agradecido. Hasta ahora, ése libro es el único mío que
tiene una segunda edición.
Para el 2006,
apenas unos meses luego de tener en mis manos los ejemplares de la segunda
edición del libro, dejé Yucatán para irme a hacer la maestría en Nuevo México,
donde después terminaría de escribir el Cuaderno
de los sueños, empezado en Mérida, y que ya nada tiene que ver con Versos robados.
Es verdad que,
poéticamente, el tiempo que ha pasado significa un cambio profundo en mis
concepciones acerca de la poesía y en mi modo de escribirla: es natural. Sin
embargo, Versos robados y otros juegos
sigue siendo en mí el más transparente testimonio de que uno es lo que es, que
no puede ni debe falsearse y que además el poema dice, siempre, no lo que uno
quiere, sino lo que necesita.
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Canción pequeña
Ayer me dijo mi
niñita alegre
esta mañana quiero ser limón.
¿Quieres ser
qué? ¿Estás loquita?
esta mañana quiero ser limón.
Está colgado tu
vestido verde
esta mañana
quiero ser limón.
Y tus calcetas y
tus prendedores
esta mañana quiero ser limón.
Ponte un
sombrero y un perfume lindo
esta mañana quiero ser limón.
Ya estas
durmiéndote, niñita alegre
ya estoy contenta, ya soy limón.
Para mi niña
cuando no se duerme
Yo debería de escribirte
un cuento
pero no tengo
más que un verso
pequeñito.
Debo tomarlo por
las puntas y doblarlo,
hacerle nudos,
jugar un rato,
para lograr que
se columpie en tus pestañas
y ver tus ojos
ocultándose a la luz.
Después venir,
y darte un
beso.
Yo debería de
contarte un cuento.
Canción de arena para los muelles
Yo quiero
merengue y coco,
espuma color de
sal,
yo quiero
que el sol me
deje
bien tostado
junto al mar.
Yo pongo baja la
tarde
para alzarla en
mi canción,
y busco las
palmas altas,
y bajo mi grande
voz
van creciendo
alegres barcos
con su carga de
calor.
Entonces llega
la noche,
y anuncio que ya
me voy:
Yo quiero
merengue y coco,
espuma color de
sal,
yo quiero
que el sol me
deje
bien tostado
junto al mar.