Wednesday, April 30, 2014

Diez años ya






Cuando escribo estas líneas hago inventario de alegrías y amistad compartida, ya desde hace tiempo, con mucha gente a la que ahora, en el día a día, no tengo oportunidad de encontrar. Han cambiado los sitios y las circunstancias. Sin embargo sé que  si me encontrara de pronto con esos amigos, podría  saludarlos como si apenas ayer nos hubiéramos dado un abrazo, antes o después de platicar.
Este texto, que se va convirtiendo en el recuerdo de muchas amistades, quiere recordar que hace diez años tuve mi primer atrevimiento literario en forma de libro: Versos robados y otros juegos, libro de poesía para niños, cuyos poemas buscan rescatar la oralidad infantil de las canciones de cuna, los trabalenguas, las canciones de ronda, y el sonido de algunos poemas igualmente dedicados al publico infantil, escritos por Nicolás Guillen, García Lorca, Rabindranath Tagore o Rafael Pombo, que yo leía en esa época.      
La historia de este libro, como la de cualquiera, es doble. La historia interna, digamos, es que para esas fechas mi hermano más pequeño, del cual me separa una cantidad de años que en ese momento parecía mucho mayor que ahora, empezaba a hablar y decía cosas que me parecían infinitamente bellas. Estoy consciente de que hablar de la capacidad poética de los niños es un lugar común, pero no por ello deja de ser verdad, y en ese momento era yo no un poeta sino un escuchador: pasaba por el mundo como una oreja viva, recolectando sonidos, contando sílabas, repitiendo versos que se me quedaban más por su sonido que por su significado.  No he perdido esta debilidad por el aspecto sonoro del poema pero en aquel momento, empezando en realidad a escribir y a leer, mi oído lo era prácticamente todo y la oralidad, la literatura oral, era para mí el modo más alto de poesía posible: yo quería imitar eso porque pensaba que el poeta, más que un creador, era el recreador de algo que estaba puesto en el mundo desde antes. Todas estas creencias no han dejado de parecerme ciertas, aunque se han matizado a lo largo de la década que separa y une al impetuoso jovencito que escribió Versos robados, y a este otro personaje, obsesionado con la lentitud, que ahora lo recuerda.
La historia externa del libro no me pertenece: fue gracias a Celia Rosado, en la Licenciatura en Literatura Latinoamericana de la Universidad Autónoma de Yucatán,  que el libro fue escrito y publicado. Ella leyó varios de los primeros poemas (que tenían  la intención de ser poemas de amor) y me dijo que podrían ser leídos por un público al que no era común que una persona de la edad que yo tenia, le escribiese. Me dijo que debía seguir por ese camino, y escribir. 
Lo hice con temor, porque pensaba que darme a conocer con un primer libro de poesía para niños iba a garantizarme, sin escalas, el ridículo frente los poetas de mi ciudad. Era—lo dije así en su momento— un suicidio literario. Ahora mismo, a distancia, me doy cuenta de que la única razón por la que perseguí la idea de escribir y publicar el libro (cosa que se hizo gracias a una beca del programa PACMYC, con la justificación del rescate de la literatura oral) fue una suerte de inercia: no podía no escribirlo, era lo que entonces necesitaba y lo que me pedía el oído. Yo era un receptor de ritmos, una caja de resonancia, y ese libro me daba la oportunidad de cantar.
Además, Versos robados era un paso necesario por la luz.  Lejos de la poesía melancólica y oscura que mis contemporáneos escribían, como es normal a esa edad, mi libro era un paseo por ocasiones alegres. Yo no fui, jamás he sido, un poeta  de tristezas. Me obsesionan lo bello y el amor, el placer. Versos robados fue, a su manera, un acto de rebeldía: quise no ser triste por programa. Quise ser yo, y si eso era hablar del sol y de alegría, eso había que hacer.
Al final, luego de casi dos años de escritura, el libro salió de la imprenta y no había manera de distribuirlo. Yo no tenia idea de cómo meter un libro a una librería ni de cómo promocionarlo y, menos aun, venderlo. La figura de Raúl Diego Rivera Hernández, compañero de la carrera, fue fundamental. Raúl se convirtió en mi manager: arregló entrevistas para mí en radio, periódicos, revistas y televisión. Logró que el libro se presentase en muchas escuelas de Mérida y del interior del estado, e incluso perfiló el carácter social del libro y sus presentaciones: Versos robados se presentaba en escuelas privadas de Mérida, en las que el libro se vendía, y las ganancias de estas presentaciones costeaban la posibilidad de ir a comunidades rurales, en las que el libro se regalaba. El libro era la pieza central de una campaña de fomento de lectura y de rescate de la tradición oral. Todo esto, sin apoyo de ninguna institución del estado. El proyecto pudo financiarse por sí mismo gracias a la presencia de otros dos hermanos, Denis Pech y Darío Cruz, que se dieron a la tarea de musicalizar los poemas, que más que leídos eran cantados y hasta bailados por los niños, en las presentaciones. Por supuesto, la idea de que el verso regresara a su primera naturaleza de canción, me parecía natural y necesario.
Presentamos el libro en escuelas primarias, casas de la cultura y congresos de estudiantes de Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Aguascalientes, Chiapas y el DF. Nuestros amigos cercanos conocen una nutrida colección de anécdotas de estas presentaciones en que los niños pedían autógrafos hasta en los calcetines, o como aquella vez en El Cuyo, Yucatán,  en que unos niños  no nos dejaron irnos del pueblo hasta que sacamos los instrumentos del carro (dos guitarras y unos bongós) para cantarles, de nuevo, la Canción del gato, que la mañana anterior cantamos tres veces en su salón de clase. Recuerdo mucho la presentación en el museo de culturas populares del DF, con un público de niños maravillosos, participativos como pocos, que luego supe que venían no de una escuela sino de una casa-hogar. No creo mentir si digo que varias de las más bellas experiencias que he tenido como autor me las ha dado este primer libro que ha sido, como todo lo primero, el mas imperfecto pero igual el más honesto de  los que he escrito.
 Todas esas presentaciones fueron hechas, me parece importante repetirlo, sin ayuda de institución alguna. La edición se acabó en dos años y, gracias a Raúl Diego, la Universidad quiso comprarnos la segunda edición, que salió con un CD que incluye las versiones musicales de Denis y Darío, y que conserva las ilustraciones que Edilberto Barrero, hermano querido que el narrador Juan Esteban Chávez me presentó y cuya amistad, como la de los otros, es hasta hoy un talismán que guardo agradecido.  Hasta ahora, ése libro es el único mío que tiene una segunda edición.
Para el 2006, apenas unos meses luego de tener en mis manos los ejemplares de la segunda edición del libro, dejé Yucatán para irme a hacer la maestría en Nuevo México, donde después terminaría de escribir el Cuaderno de los sueños, empezado en Mérida, y que ya nada tiene que ver con Versos robados.
Es verdad que, poéticamente, el tiempo que ha pasado significa un cambio profundo en mis concepciones acerca de la poesía y en mi modo de escribirla: es natural. Sin embargo, Versos robados y otros juegos sigue siendo en mí el más transparente testimonio de que uno es lo que es, que no puede ni debe falsearse y que además el poema dice, siempre, no lo que uno quiere, sino lo que necesita.


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Canción pequeña


Ayer me dijo mi niñita alegre
esta mañana quiero ser limón.

¿Quieres ser qué? ¿Estás loquita?
esta mañana quiero ser limón.

Está colgado tu vestido verde
 esta mañana quiero ser limón.

Y tus calcetas y tus prendedores
esta mañana quiero ser limón.

Ponte un sombrero y un perfume lindo
esta mañana quiero ser limón.

Ya estas durmiéndote, niñita alegre
ya estoy contenta, ya soy limón.


Para mi niña
cuando no se duerme  


Yo debería de escribirte un cuento
pero no tengo
más que un verso
pequeñito.

Debo tomarlo por las puntas y doblarlo,
hacerle nudos,
jugar un rato,
para lograr que se columpie en tus pestañas
y ver tus ojos ocultándose a la luz.

Después venir,
y darte un beso. 

Yo debería de contarte un cuento.




Canción de arena para los muelles


Yo quiero
merengue y coco,
espuma color de sal,
yo quiero
que el sol me deje
bien tostado junto al mar.

Yo pongo baja la tarde
para alzarla en mi canción,
y busco las palmas altas,
y bajo mi grande voz
van creciendo
alegres barcos
con su carga de calor.

Entonces llega la noche,
y anuncio que ya me voy:

Yo quiero
merengue y coco,
espuma color de sal,
yo quiero
que el sol me deje
bien tostado junto al mar.







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